Lasso no está para excusas: Ecuador está en llamas
Por María Sol Borja
The Washington Post
7 noviembre 2022
La mañana del lunes 31 de octubre, la ciudad ecuatoriana de Esmeraldas, capital de la provincia costera con el mismo nombre, amaneció con dos cadáveres colgando de un puente peatonal en pleno centro de la ciudad. Las 24 horas siguientes se registraron al menos 18 atentados con explosiones y balaceras en Esmeraldas y Guayaquil, que incluyeron daños a las Unidades de Policía Comunitaria. Los negocios cerraron, las clases en ciertas zonas se suspendieron, y la gente se refugió en sus casas en medio de una zozobra en aumento.
Al menos dos policías fallecieron y una decena quedaron heridos en los distintos ataques, según informó después el ministro del Interior en una rueda de prensa en la que pareció más concentrado en cuestionar el trabajo de los medios de comunicación que en dar respuestas.
Y preocupa que la tónica del gobierno siga siendo la de buscar culpables en otros lados en lugar de asumir que son ellos, el presidente y sus ministros, los llamados a dar soluciones a la violencia que se vive en el país.
Y eso no quiere decir que se deba desconocer el contexto de los últimos años: las decisiones políticas, el debilitamiento institucional y el aumento del crimen organizado. Lo que sí quiere decir es que la persona que está sentada en el Palacio de Carondelet, gracias a la votación popular, debe gestionar eso y lo que haga falta para garantizar a su ciudadanía el mínimo: vivir en paz.
Sin embargo, Lasso parece no entenderlo. Tuvieron que pasar más de 30 horas desde el registro de las primeras explosiones para que se dirigiera a sus mandantes en una breve intervención televisada. En ella, volvió a hablar de la disposición de “actuar con dureza” y buscó, nuevamente, anclarse en la hipótesis de que la violencia ha recrudecido porque su gobierno está atacando al crimen organizado. “Antes de nuestro gobierno la narcodelincuencia vivía en un paraíso dentro de nuestro país, hoy la narcodelincuencia se siente incómoda. Se están quedando sin amigos ni palancas y pretenden sembrar miedo”, dijo. Con esto, busca sugerir —como lo haría nuevamente al día siguiente y lo ha hecho ya a lo largo de su gobierno— supuestos pactos entre el gobierno del expresidente Rafael Correa y las bandas narcodelictivas, argumento que incomoda cada vez más incluso a los más críticos del correísmo por lo simplista. Si el presidente tiene constancia de que ha habido o hay acuerdos entre políticos y narcotraficantes, es su obligación presentar una denuncia formal para que la justicia lo investigue y lo castigue.
Si, en lugar de hacerlo, continúa especulando sobre un imaginario en el que sus rivales políticos se alían con el crimen organizado con el único afán de sacarlo del poder, deja la sensación de que los ciudadanos están atrapados. No solamente atrapados por la criminalidad y la violencia, sino también por la incapacidad de sus gobernantes para solucionar sus problemas.
Tal parece que el presidente no está viendo que no fue elegido para señalar las culpas de sus predecesores, fue elegido para gobernar un país con todo lo que eso implica. Una narrativa en la que él no asume que tiene responsabilidades políticas sobre lo que pasa en el país solo lo debilita más. Y no solo eso, es una narrativa que resulta peligrosa por los giros que puede dar.
En su afán por buscar un frente común bajo el paraguas simplista de los buenos contra los malos, Lasso ha pretendido posicionar la idea de que los defensores de derechos humanos pueden ser el enemigo. “Cuidado con apelar a los derechos humanos para solapar la delincuencia. Porque primero están los derechos humanos de 18 millones de ecuatorianos que quieren dormir en paz”, dijo el presidente el 1 de noviembre.
Parece que con eso, Lasso pretende deslegitimar el trabajo de los defensores de derechos humanos. Esa narrativa solo tiene cabida en un gobierno abusivo e incapaz de mirarse al espejo: si la violencia ha llegado a este punto, el primer responsable es el hombre que dirige al país y el presidente debe gobernar para ofrecer soluciones que vayan más allá de la guerra contra el crimen organizado.
¿Qué país ha ganado esa guerra? Basta mirar los dolorosos ejemplos de naciones hermanas, desangradas por años en guerras sin cuartel en donde los muertos los ponen los más pobres —muchos de ellos, incluso policías que mueren en explosiones, atentados y balaceras—.
En lugar de buscar culpables lejos del gobierno, el presidente de la República necesita ir a lo más profundo de la crisis. Hace unas semanas, el comandante de Esmeraldas, Coronel William Calle, habló en detalle sobre la ausencia del Estado en ese lugar; las difíciles condiciones en las que los policías trabajan —falta de vehículos, de armamento y personal— y la situación de la cárcel en esa ciudad. “En esos sectores (de más violencia) no hay una cancha de fútbol, no tienen agua, no tienen electricidad, no llega el Ministerio de Cultura o de Inclusión Social”, dijo. Sus revelaciones le costaron el puesto.
Si el gobierno únicamente responde con una política de más guerra y más estados de excepción —con el más reciente suman seis decretos relacionados a la inseguridad, en los casi 18 meses de gobierno de Guillermo Lasso— los resultados serán similares a los que ya hemos visto: más violencia, más muertes, más miedo.
Fuente Washington Post