Leonel y Abel
José Luis Taveras
Me prometí no escribir sobre los candidatos. Hacerlo suponía sumarme a un ejercicio de ocio, habiendo tantos apuros que nos constriñen. Pero callar me empujaba a consentir, y no creo tener ese nivel de estoicismo. La provocación me venció y aquí estoy, escribiendo de lo que no me gusta.
La única bondad que le reconozco a las campañas electorales es la de servir de retrato animado, como imagen torcida de lo que nos falta en esa construcción inacabada llamada democracia. Quizás ellas sean de las expresiones políticas más honestas, porque revelan, cada vez con menos filtros, los vacíos conceptuales de las «ofertas», las desconexiones entre electores y candidatos, la incompetencia promedio de los aspirantes, las bases difusas del negocio político, el desprecio por el medioambiente y el agotamiento de los guiones retóricos.
No soy de los que exigen cuando no hay. Por eso, insistir con los debates presidenciales sigue siendo una pose o un cumplido de ciertas organizaciones para descargarse de viejos adeudos de conciencia. Ellas saben que los políticos dominicanos no asumen una exposición tan riesgosa. Reconozco, sin embargo, que llega un momento racional en el que el elector quisiera saber por qué y a quién elige, más allá de las vallas, los spots, el make up y los teleprónteres. Y es que, en la mayoría de las veces, hemos votado de forma negativa o por exclusión, es decir, para evitar que otro llegue.
La presente es una de las campañas más tediosas y predecibles. Está dominada por ofertas cansadas. Para candidatos tan conocidos supone una milagrosa reinvención. Eso hace que los estrategas de los principales candidatos de la oposición subordinen sus campañas a lo que haga o deje de hacer el Gobierno. De esta manera el Gobierno aporta motivos y contenido a sus discursos. Se trata de una incómoda estrategia reactiva. Y es que criticar metódicamente, con o sin razones, no siempre sustenta una candidatura, pero sobre todo cansa; es reconocerle al Gobierno la autoría del libreto para luego criticarle la trama. En algún momento el electorado les pedirá hablar en primera persona sobre lo que ellos proponen, al margen de las ejecutorias gubernamentales.
Leonel Fernández no ha disimulado esa estrategia, hasta reconocer que el aparente dominio del candidato oficialista se irá desmoronando por el peso de la inflación, el endeudamiento y las improvisaciones de su gestión. En otras palabras, supone admitir que su candidatura es variable dependiente de una mayor; que solo se fortalece por las impotencias del Gobierno y no por los atributos orgánicos de su propia oferta. En contrapartida, tampoco propone algo relevante o estructurado para variar esas condiciones, lo que le daría cierta credibilidad al ejercicio crítico.
Creo que Leonel Fernández precisa de un reencuentro con el electorado, que le permita explicar por qué, fuera del desempeño del PRM, merece una cuarta oportunidad. Y es que Fernández siempre ha proyectado una imagen distante y posada. Es el momento de dejar ver el trasfondo humano que disimula esa metálica apariencia academicista. Hace unas semanas, asomó un rápido destello de tal intención, cuando dijo que «no va a cometer los errores del pasado». Pena que no hubo un mayor desarrollo de esa autovaloración, que en algún momento deberá rescatar.
Afirmar que debe ser elegido por las incompetencias del Gobierno no es suficiente. Eso lo podría decir cualquier candidato de la oposición. Hay una franja del electorado que precisa de otras exploraciones, especialmente referidas a las «nuevas» perspectivas sobre la gestión y de aquellas prácticas de gobierno que no repetirá o que adecuará. Fernández necesita de esa sensible inflexión que lo conecte sobre todo al electorado debutante. Debe tomar el centro de la atención electoral como un candidato renovado e inspirado por otros compromisos.
El caso de Abel es patético. Sigue siendo un virtual desconocido. Lo que quizás él ignora es que la gente sabe su temor a exposiciones formales. Pocos conocen su pensamiento político, sus visiones y sus proyectos (si los tiene). Es un candidato leve y huidizo. Sus intervenciones en el debate electoral suelen ser apresuradas y casuísticas, arrancadas entre el gentío y encima de una yipeta. A muchos nos gustaría ver a un Abel sereno, pensante y reflexivo, respondiendo preguntas sobre Estado, desarrollo y economía, en una entrevista no dirigida ni pautada.
Fuera de las encuestas, Abel se ve y se siente como un tercer candidato y, aunque no lo quiera, proyecta esa autopercepción. Para colmo tiene en el ruedo a Danilo Medina, el pasivo político más oneroso con que pueda contar un partido hoy. La imagen de Medina no solo resta, sino que mantiene viva la memoria de las oscuras razones de la derrota del PLD. Abel no tiene una personalidad política propia; se percibe como un muchacho del partido a quien las circunstancias le retribuyeron con una candidatura prestada. Nada distinto al ensayo de Gonzalo Castillo en las pasadas elecciones. Danilo Medina no va a soltar y lo que quiere medir, más que la popularidad o la posición de Abel, es cómo ha quedado su imagen política (a través del PLD) después de un trance como el que ha vivido. Ese que disimula no haberle afectado.
La única bondad que le reconozco a las campañas electorales es la de servir de retrato animado, como imagen torcida de lo que nos falta en esa construcción inacabada llamada democracia. Quizás ellas sean de las expresiones políticas más honestas, porque revelan, cada vez con menos filtros, los vacíos conceptuales de las «ofertas», las desconexiones entre electores y candidatos, la incompetencia promedio de los aspirantes…
Diario Libre