Llorar como hombres

José Luis Taveras

No me fio de quien no deje ver su alma. Me cautiva, en cambio, la gente libre y plena, de mirada limpia y frontal; que llora sin poses y que no envasa los afectos.

Eso de que los hombres no lloran es leyenda errante. Las lágrimas muestran las fibras del carácter o revelan la entereza humana. Llorar es una forma natural de sanar, de desatar nudos emocionales, de perdonarnos. Se llora por dolor, culpa y vergüenza, pero también por gozo, compasión y plenitud.

Llorar es un acto intencionalmente humano que nace y detona en su emotividad. El llanto libera oxitocina, serotonina y endorfinas, hormonas que producen sensaciones anestésicas de hondo alivio. Después de un sollozo fuerte siempre queda un vacío leve, manso y reposado.

Benito Pérez Galdós, al hablar de las lágrimas, acertaba de esta manera: «No es impropio el llanto en las grandes almas; antes bien, indica el consorcio fecundo de la delicadeza de sentimientos con la energía de carácter».

Quien no puede llorar arrastra un pesado lastre emocional. El compungimiento nos confronta con las debilidades e impotencias de nuestra personalidad, condiciones que nos confirman como seres estructuralmente frágiles. Llorar no solo es la manera más sincera de aceptarlas, también de expresarlas.

Hay personas «secas» que no pueden llorar. Eso no es normal y en tal resistencia subyace una razón no aceptada: personalidad obsesivo-compulsiva, traumas o algún episodio psicótico. De hecho, se le atribuye a Séneca haber dicho que «no hay mayor causa de llanto que no poder llorar». Es cierto, hay humanos metálicos que no se dan la gracia de un perdón; para ellos, como los recuerdos duelen, deciden no recordar; como las lágrimas hieren, no lloran; como los sentimientos debilitan, optan por no sentir. (Almudena Grandes, «Las tres bodas de Manolita», 2014).

Quebrarse es un acto de recia honestidad. Supone aceptar, al menos emocionalmente, la verdad interior, esa que nos constriñe a deshacernos de las apariencias. Un cuadro propio de la doble vida es debatirnos entre dos personalidades en pugna: la que reservamos en nuestros adentros y la que construimos a complacencia de los demás. Entre esas dos identidades, una cóncava y otra convexa, se abre un oscuro vacío de autonegación. Llorar reflexivamente no solo es un buen comienzo para reconocer el conflicto; es tender un puente emocional para empezar a enlazarlas.

Los Evangelios recogen tres momentos de llanto en la vida de Jesús. La crónica es enfática al relatar cada episodio. Jesús llora por compasión ante el cuerpo inerte de Lázaro, a quien resucitó y respecto del cual el Evangelio de Juan (11, 32-36) indica que los judíos presentes, al oír el sollozo de Jesús, exclamaban: «¡Cómo lo amaba!». El segundo momento fue el más lacerante y se escenificó durante la vigilia de oración que el maestro hizo solo (porque sus discípulos dormían) en el monte de los Olivos (Getsemaní) horas antes de ser entregado por Judas. Jesús, según los evangelios (Mateo 26:36, Marcos 14: 32-42, Lucas 22:39-46), sentía «tristeza de muerte» a tal punto de que «su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra». El tercer momento es cuando, con la cruz a cuesta y empujado por los soldados romanos, Jesús llora estentóreamente por Jerusalén, la ciudad «que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados», diciendo: «¡Si tú (Jerusalén) también hubieras comprendido en ese día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos». (Lucas 19, 41-42). Así, el hombre que hablaba con autoridad y denuedo, que sufrió persecución, que soportó escarnios, y que, sin ser culpable, aceptó virilmente la condena a la crucifixión, supo llorar delante de mujeres, hombres y niños.

No me fío de quien no deje ver su alma. Me cautiva, en cambio, la gente libre y plena, de mirada limpia y frontal; que llora sin poses y que no envasa los afectos. Y es que, como escribía el poeta francés Alphonse de Lamartine, «después de la propia sangre, lo mejor que el hombre puede dar de sí es una lágrima». Llorar es el aliento húmedo de un espíritu recogido. Cuando lo respiramos, nos sentimos más fuertes.

No me fio de quien no deje ver su alma. Me cautiva, en cambio, la gente libre y plena, de mirada limpia y frontal; que llora sin poses y que no envasa los afectos. Y es que, como escribía el poeta francés Alphonse de Lamartine, «después de la propia sangre, lo mejor que el hombre puede dar de sí es una lágrima».

Diario Libre

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