Lo que Trump realmente está haciendo con sus ataques a embarcaciones

Por Phil Klay

The New York Times

Klay es novelista y veterano del Cuerpo de Infantería de Marina de la guerra de Irak.

Cuando los funcionarios del gobierno de Donald Trump publican videos snuff de explosiones de supuestas embarcaciones de narcotraficantes, de un migrante que rompe en llanto esposado por funcionarios de inmigración o de ellos mismos delante de reclusos en una brutal prisión de El Salvador, a menudo pienso en una historia que san Agustín contó en sus Confesiones.

En el siglo IV d. C., un joven llamado Alipio llegó a Roma para estudiar derecho. Era un tipo decente. Sabía que la gente del centro del imperio se deleitaba con los crueles juegos de gladiadores, y se prometió a sí mismo que no iría. Sin embargo, con el tiempo, sus compañeros de estudios lo llevaron a un combate. Al principio, la multitud horrorizó a Alipio. “Todo se enfervorizaba en monstruosísimos placeres”, escribió Agustín, y Alipio mantuvo los ojos cerrados, negándose a mirar el mal que lo rodeaba.

Pero entonces un hombre cayó en combate, un gran rugido surgió de la multitud y la curiosidad obligó a Alipio a abrir los ojos. Fue “más grave la herida que sacudió su alma que la que sacudió el cuerpo de aquel otro a quien quiso mirar”. Vio la sangre y se emborrachó de salvajismo. Fascinado, “se empapó a la vez de la monstruosidad”. Pronto, dijo Agustín, se convirtió en “un auténtico compinche de aquellos por los que se había dejado llevar”.

Hay muchas razones para oponerse a las políticas que muestran los videos y memes del gobierno de Trump. Sin embargo, las propias imágenes también infligen heridas, del tipo de las que sufrió Alipio cuando abrió los ojos. El presidente ocupa una posición de liderazgo moral. Cuando el presidente y sus funcionarios venden sus políticas, están vendiendo una versión de lo que significa ser estadounidense: lo que debería evocar nuestro amor y nuestro odio, nuestra repugnancia y nuestro deleite. Si todos los gobiernos se basan en la opinión, como pensaba James Madison, entonces es esta conformación moral del electorado la que da al presidente su libertad de acción, y a la que tendremos que seguir enfrentándonos una vez que se haya ido.

Así pues, en medio del remolino de horrores, escándalos y acusaciones, vale la pena considerar lo que el presidente Trump y su gobierno están haciendo con el alma de la nación: en qué clase de “auténticos compinches” les gustaría que nos convirtiéramos. Su comportamiento durante la controversia en torno al ataque militar estadounidense del 2 de septiembre a una embarcación frente a la costa de Trinidad ofrece cierta claridad.

The Washington Post informó la semana pasada que el secretario de Defensa, Pete Hegseth, dio la orden de matar a todos los ocupantes de ese barco, que según el gobierno transportaba drogas. Cuando un primer misil inutilizó el vehículo pero dejó a dos supervivientes aferrados a él, el comandante de Operaciones Especiales que supervisaba el ataque, el almirante Frank Bradley, ordenó otro ataque que mató a los hombres indefensos. El portavoz jefe del Pentágono, Sean Parnell, dijo: “Toda esta narrativa era falsa”. Después dijo Trump que “no habría querido” un segundo ataque, pero “Pete dijo que eso no ocurrió”. La secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, confirmó que, en realidad, sí hubo un segundo ataque ordenado por el almirante Bradley, pero que estuvo bien porque el almirante estaba “bien dentro de su autoridad y de la ley que dirigía el enfrentamiento para garantizar la destrucción de la embarcación y la eliminación de la amenaza para los Estados Unidos de América”. Hegseth publicó una caricatura al estilo de un libro infantil en la que aparecía una tortuga en un helicóptero disparando una granada propulsada por cohete a un barco que transportaba drogas y “narcoterroristas”.

Siguió un debate jurídico. ¿Fue el ataque de “doble toque” un crimen de guerra? Los Convenios de Ginebra dicen que los náufragos deben ser “respetados y protegidos”. El Manual de Derecho de la Guerra del Departamento de Defensa afirma que los supervivientes indefensos de un naufragio no son objetivos legítimos, mientras que las normas de La Haya prohíben las órdenes que declaren que no se dará cuartel.

¿O el ataque fue simplemente un crimen? Según la Resolución sobre Poderes de Guerra, el presidente debe notificar al Congreso en un plazo de 48 horas la entrada en hostilidades de las fuerzas estadounidenses, y las hostilidades que duren más de 60 días no son admisibles sin autorización del Congreso. Dado que la campaña de ataques a embarcaciones del presidente ha durado mucho más de 60 días, los ataques no apoyan ninguna guerra, y toda la campaña no está autorizada. Adil Haque, editor ejecutivo de Just Security y profesor de derecho internacional en la Universidad de Rutgers, lo expresó así en X: “No hay conflicto armado, por lo que no hay objetivos legítimos. Ni las personas. Ni los barcos. Ni las drogas. Es asesinato tanto si Bradley apuntaba a la gente como si apuntaba a las drogas sabiendo que la gente moriría”.

Este debate pasa por alto el mayor esfuerzo que parece estar realizando el gobierno de Trump. En lugar de un análisis minucioso de la legalidad de la campaña, de justificaciones detalladas de los ataques a las embarcaciones y de explicaciones de por qué no podían hacerse con métodos más tradicionales, Hegseth publicó una imagen de sí mismo con ojos de láser y un video tras otro de presuntos narcotraficantes mientras eran asesinados. La tortuga de caricatura es solo un ejemplo en una avalancha de mensajes públicos infantiles sobre aquellos a los que matamos. Sospecho que la pregunta que preocupa al gobierno no es “¿es esto legal?”, “¿es esto un crimen de guerra?”, “¿es esto asesinato?” o incluso “¿es esto bueno para Estados Unidos?”, sino más bien “¿no es esta una violencia deliciosa?”.

Los partidarios del presidente parecen comprenderlo. Jesse Watters, de Fox News, respondió con total incredulidad ante la posibilidad de que Estados Unidos pudiera ofrecer cuartel a un enemigo. “Estamos haciendo explotar a terroristas en el Caribe”, dijo el lunes, “¿pero se supone que tenemos que rescatarlos para que no se ahoguen si sobreviven?”. Otros fueron más lejos. “Realmente no solo quiero verlos muertos en el agua, ya sea en el barco o en el agua”, dijo Megyn Kelly, presentadora de pódcast conservadora, “sino que realmente me gustaría verlos sufrir. Me gustaría que Trump y Hegseth hicieran que durara mucho tiempo para que perdieran un miembro y se desangraran”.

Una investigación de Associated Press sugiere que los hombres a los que Kelly querría ver morir lentamente suelen ser trabajadores pobres: un pescador, un conductor de mototaxi, un conductor de autobús, que viven en casas de bloques de hormigón con servicios de agua y electricidad irregulares, que ganan al menos 500 dólares por viaje transportando cocaína, un delito que los estadounidenses normalmente juzgan digno de una pena de prisión y no de una muerte tortuosa.

Que el gobierno de Trump haya celebrado una muerte nos aleja de los debates sobre la legalidad de los conflictos armados, la constitucionalidad de los ataques o incluso la moral cristiana que acabaría empujando a Agustín a formular una versión temprana de la teoría de la guerra justa. Estamos en el Coliseo, uno traído a nosotros digitalmente para que no tengamos que salir de casa para oír los vítores de la multitud, para contemplar la matanza realizada para nuestro entretenimiento y sufrir el mismo daño que hirió a Alipio hace más de 1600 años.

Herir el alma nacional de esta manera me resulta difícil de contemplar. Hace veinte años, me alisté en el Cuerpo de Infantería de Marina porque pensaba que el servicio militar sería una profesión honorable. Su honor deriva de la destreza en el combate y de la adhesión a un código de conducta. El entrenamiento militar consiste en la formación del carácter, y las virtudes que se enseñan junto a las tácticas. Pero el comportamiento bárbaro empaña a quien viste, o vistió alguna vez, el uniforme, y el ansia de crueldad convierte una vocación noble en mera matonería. “El deseo de dañar, la crueldad en la venganza, el ánimo no aplacado e implacable, la ferocidad de la rebelión, la pasión de dominio y cosas semejantes”, dijo Agustín, es lo que “se considera culpa en las guerras”. Tales lujurias, pensaba, impulsaban las guerras del mundo pagano. Seríamos tontos si no sospecháramos que esas ansias nos impulsan a algunos de nosotros hoy en día.

En La ciudad de Dios, Agustín distingue entre un pueblo unido por amores comunes y aquel gobernado por el deseo de dominio. Un presidente que quiera dirigir a una nación unida por amores comunes podría ofrecer algo parecido al Segundo Discurso Inaugural de Abraham Lincoln, que se duele de la guerra, no se permite la grandilocuencia, acepta que ambas partes en un conflicto han pecado y declara que debemos luchar “sin malicia hacia nadie, con caridad para todos”. Para una nación entregada al deseo de dominación, un presidente necesita fomentar una ciudadanía que se emocione con muestras de dominio y crueldad. De ahí la fanfarronería de este gobierno sobre la muerte, los memes de sus funcionarios sobre el sufrimiento, sus promesas de infligir dolor a los enemigos de Estados Unidos seguidas de escasas justificaciones de sus propias políticas.

Estamos lejos de la nación cristiana a la que Lincoln pensó que se dirigía, e intentó formar, cuando pronunció su Segundo Discurso Inaugural. Pero aun así debemos plantearnos una cuestión fundamental y privada que, a escala, tiene amplias implicaciones políticas: dado que todos estamos, cada día, empapados de monstruosidad, ¿cómo protegemos nuestras almas?.

The New York Times

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