Los días tristes de Pedro Henríquez Ureña en Argentina

Por BERNARDO VEGA 

Pedro Henríquez Ureña.

Entre la numerosa bibliografía publicada sobre el dominicano Pedro Henríquez Ureña, dos obras contribuyen al esclarecimiento de las razones por las que el reconocido ensayista y filólogo optó por dejar la Argentina en 1931 para aceptar el cargo de Superintendente General de Enseñanza del recién instalado régimen trujillista.  La primera, Con leal franqueza (El Colegio Nacional, México, 1992, II Tomos) reproduce el epistolario, entre el mexicano Alfonso Reyes, el gran amigo de Henríquez Ureña y Genaro Estrada, otro gran intelectual mexicano. Pedro Henríquez Ureña.Pedro Henríquez Ureña.

Cuando Reyes fue ministro en Buenos Aires, escribió en 1927 a Estrada: “En 1924, me dijo usted que, al llegar, viera las condiciones en que se encontraba Pedro Henríquez Ureña y, si me convenía, le tratara a usted la posibilidad de ofrecerle alguna ayuda a cambio de artículos sobre México, propaganda, información, etc.  Ha llegado el momento de hablar del asunto.  Dígame usted –por telegrama si es posible- qué puedo ofrecerle.  A él no le he dicho una palabra porque con él estoy seguro de contar, así como estoy de antemano seguro de la utilidad de su colaboración.  Él vive siempre en La Plata, con digna pobreza, y es muy estimado aquí por todo el mundo, sin excepción.  En todas partes tiene cierta independencia y autoridad que él ha aprendido a llevar con mucha discreción, sin insistir demasiado. La vida familiar, y la vida en general, ha sido para él una gran escuela, como tenía que ser. Espero su respuesta sobre este punto …”

Pero hay otra cita importante, pues el Día de Navidad del año 1928 Alfonso Reyes escribió de nuevo a Genaro Estrada:

“Nunca hemos hablado de nuestro querido y admirable Pedro Henríquez Ureña. Vive con gran pobreza en una situación harto modesta, no muy avenido dentro de casa, sumamente triste, cansado, y casi casi renunciando a todo, leyendo libros a pequeños sorbos en desorden, sin enfocar nada con voluntad, destrozado por dentro, con las heridas de México sangrantes y siempre –en el fondo- acariciadas con amor sádico, adorando a sus hijas, con singular preferencia por la mayor que va saliendo muy malcriada, lleno de disputas íntimas sin poder dar a su compañera las alegrías ligeras que reclaman la juventud y la belleza de ella, y realmente al borde de catástrofes. ¿Qué hacer, Genaro? Usted siente como yo la solidaridad, la obligación con este hermano nuestro. Mi viejo plan de ayudarlo a cambio de colaboraciones suyas en los periódicos argentinos es difícil de realizar porque no tiene entrada en estos periódicos, y aunque lo estiman los jóvenes más señalados de los nuevos grupos, los literatos militantes no lo conocen, o no lo quieren ni le dan sitio, por motivos de falta de afinidad física y espiritual. ¿Qué hacer Genaro?  Este hombre se está perdiendo aquí.  Todo lo que él vale aquí parece que queda sin objeto. Su último libro (Seis ensayos en busca de nuestra expresión) cayó en el silencio más absoluto.  Es lo más triste del mundo pensar en esto, y hasta piensa uno mal de sus semejantes”.

En enero de 1929 Reyes escribió otra carta a Estrada, donde critica a los argentinos por no hacer caso a la literatura mexicana, y donde plantea: “A esto se debe que Pedro Henríquez Ureña (que lo ignora o no ha llegado a sacar conclusiones de lo que le pasa por natural bondad y por odio a las cavilaciones) no haya logrado abrirse paso en la prensa, ni haya logrado siquiera eco para su último libro.  Yo hasta sé que Gerchunoff andaba preguntando si Pedro Henríquez Ureña no había escrito alguna vez contra la Argentina. Nos tiene un poco de pavor. Yo mismo he sentido una manera cortés y fugitiva cada vez que he querido dar por ahí frecuentes informaciones sobre la vida intelectual mexicana. Siempre quieren que les hable de Paul Valery, de Mallarmé, de Góngora. Yo encantado, pero también quiero hablar de lo mío donde seguramente hago más falta, aunque diga cosas de interés limitado”.

El epistolario de la familia Henríquez Ureña, es la segunda publicación, (Familia Henríquez Ureña. Epistolario. Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos, 1994).  Allí vemos que, en septiembre de 1930 Federico Henríquez y Carvajal había sido nombrado por Trujillo rector de la Universidad, y en junio de 1931 don Francisco (“Pancho”) Henríquez y Carvajal, padre de Pedro Henríquez Ureña, había sido nombrado ministro en Puerto Príncipe. En ese mismo mes Pedro Henríquez Ureña escribió, desde Buenos Aires, a su hermano Max, en Santo Domingo:

“Deseaba que me informaras si habría posibilidad de que yo me trasladase a Santo Domingo. Supongo, por la falta de respuesta, que la posibilidad es escasa. Sin embargo, yo no tengo prisa, y si pudiera esperarse al año entrante, no tendría inconveniente.

“Mis motivos para ir:

“1.  Servir al país al fin.

“2.  Dejar este trabajo mecánico de aquí, en que sirvo muy poco a la Argentina y que me impide trabajar en cosas mías; mi influencia es menor de lo que ha sido en México, mucho menor, y de lo que podría hacer en Santo Domingo; y no porque aquí no haga falta –sí la hacen, tales influencias; sino porque muy pocos se dan cuenta de la falta, y mi obra propia se vuelve demasiado escasa.

“3.  Este país está anticuado, marcha despacio desde hace años, y no veo que mis niñas vayan a hacer vida muy feliz y provechosa aquí donde todavía los únicos valores que realmente rigen son los mundanos; claro que podrá cambiar pronto, pero no estoy seguro.

“4.  La camarilla que domina en las universidades, reforzada por el actual régimen, es enemiga del que trabaja, así es que mi avance ha sido estorbado sistemáticamente -salvo el resquicio que no ha llegado a hacer hueco-, de la Universidad de La Plata, en la Facultad de Humanidades; y no sé cuándo se modificarán estas condiciones.  El año pasado llegué a estar muy bien, pecuniariamente, pero la entrada como titular de cátedras universitarias siguió sin resolverse. Este año he empeorado pecuniariamente, como la mayoría -es verdad- y las perspectivas de ocupar mi verdadera jerarquía son nulas por el momento.  Nadie sabe cuánto durará este gobierno, ni los que vendrán después”.

Luego de citar cuatro argumentos en contra de no ir a Santo Domingo, que incluían aspectos económicos, de estrechez cultural y sobre la educación de sus hijas, le explicó a su hermano:

“En fin, dime lo que puedas, aunque sea en dos líneas. Pero en cualquier otro momento yo podría ir, si el país mejora: dentro de dos, o tres años”.

Dos meses después, Max Henríquez Ureña fue nombrado canciller de la República y a los cuatro meses Pedro Henríquez Ureña llegaba al país para ocupar su cargo en el régimen de Trujillo.

De todo lo anterior se desprende que, aunque ciertos grupos intelectuales argentinos reconocían el gran talento del dominicano, como filólogo y erudito literario, el grueso de la intelectualidad argentina, y sobre todo aquellos que controlaban los medios de comunicación, no aceptaban a un mulato caribeño con el sambenito, además, del apellido sefardita. Para la Argentina de aquella época, todo lo bueno y fino tenía necesariamente que tener un origen europeo, por lo que un caribeño, con anterior residencia en México y graduado de una universidad norteamericana, no cabía. Por eso Henríquez Ureña no pudo nunca ser titular de cátedra en una universidad en Buenos Aires, aunque fue nombrado profesor suplente, sin curso y sin sueldo, y tuvo que refugiarse en La Plata, donde fue profesor en la universidad, pero donde más bien fue forjador de maestros de secundaria.

Una parecida actitud desdeñosa recibirían los intelectuales españoles republicanos, cuando buscaron refugio en Argentina, a partir de 1939.

La familia Henríquez Ureña se incorporó en 1931 al carro del trujillismo, entre otras razones, porque no había conseguido empleo público desde 1916, primero por su noble actitud frente a la intervención norteamericana y, luego, porque no eran simpatizantes de Horacio Vásquez.  En 1933, Enrique Henríquez sería nombrado en la Comisión Consultiva Permanente de la Cancillería y Nouel Henríquez, cónsul en Hamburgo, y luego Sócrates Nolasco, medio primo hermano de Max y Pedro, sería nombrado encargado de negocios en Caracas en ese mismo año.  Sin embargo, esa incorporación duraría poco, en la mayoría de los casos.

La combinación de sus tristes días en Argentina, con la nueva situación política de su familia, influyeron en la decisión de Pedro Henríquez Ureña de optar por regresar a su país, después de treinta años de ausencia.

Sin embargo, al comprobar el ambiente asfixiante de la dictadura optó por renunciar, permaneciendo en Santo Domingo tan solo dieciocho meses. Nunca volvería a la patria que lo vio nacer. Regresaría a Argentina, donde moriría en 1946, precisamente tomando un tren para ir a dar su cátedra en la Plata.

Fuente Acento

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