Los gobiernos no se van, se dejan ir
Marino Beriguete
Aveces me topo con un viejo amigo que aún sigue en el Gobierno. No dice mucho, pero cuando habla lo hace como quien ha aprendido a no esperar nada. Le pregunto cómo va todo. Me sonríe. Y en ese gesto hay algo entre la lealtad y el cansancio. Como el que sigue a bordo de un barco que ya no navega, pero no se atreve a tirarse al mar.
Este segundo mandato de Abinader huele más a obligación que a esperanza. Como esas fiestas familiares donde ya nadie baila, pero nadie se va. Porque hay que quedarse, porque qué van a decir los vecinos. La primera vez fue distinta. Había promesas, empuje, frases limpias y camisas remangadas. Ahora hay excusas. Reuniones eternas. Silencios incómodos. Y un gabinete que parece estar más pendiente del calendario electoral que del país.
Yo sé lo que es eso. Fui parte del engranaje. Creí que desde adentro se podía hacer algo, que bastaba con querer, con trabajar, con decir “esto está mal” en voz alta para que algo cambiara. Qué ingenuo. Pronto entendí que los cambios en el Estado se miden en décadas, no en decretos. Y que el sistema no se mueve con ideas, sino con favores, con alianzas, con cenas donde se negocia más que en los consejos de ministros.
Una vez, en un ascensor, un asesor con más canas que ilusiones me dijo: “Aquí nadie cae por corrupto. Caen por torpes.” Y tenía razón. El Gobierno no se tambalea por falta de logros, sino por exceso de orgullo. Porque cuando crees que gobernar es imponer, te olvidas de escuchar. Y cuando dejas de escuchar, ya estás cayendo. Sólo que todavía no lo sabes.
Luis Abinader no está perdiendo el poder. Lo está dejando ir. Funcionarios sin compromisos políticos. Dándole poder a la mal llamada sociedad civil. Está soltando poco a poco el poder, entre decretos que nadie entiende, discursos que ya no emocionan y funcionarios que sonríen solo para las cámaras. No hay crisis. Hay indiferencia. Y eso es peor.
Un gobierno cae cuando la gente deja de creer. Pero antes de eso, cae cuando los de adentro también dejan de creer. Y créanme, muchos ya lo hicieron. No por traición, sino por decepción.
Ojalá el presidente lo entienda a tiempo. Que el poder no es para mandar, es para servir. Que la banda presidencial no pesa por lo que vale, sino por lo que representa. Y que gobernar no es resistir hasta el final, sino saber cuándo cambiar el rumbo. Porque ningún pueblo tumba a un buen gobierno. Los buenos gobiernos se salvan solos. Los otros se retienen o se dejan ir.
El Caribe