Los odios en el sector cultural

Marino Beriguete

Hay pocos sectores más difíciles de pastorear que el de cultural. No porque sean muchos, ni porque manejen presupuestos desorbitados, sino porque hay que tratar con personas que leen. Personas que escriben. Que manejan las palabras como cuchillos de postre: no matan, pero dejan marcas. Y cuando se enfadan, lo escriben. Y lo publican. Y lo dejan flotando en el aire como un poema maldito que vuelve cada vez que alguien lo busca en Google.

En política, Cultura es ese ministerio que parece un premio de consolación y, sin embargo, arde. Se le da a alguien de confianza, alguien que supuestamente sabrá “gestionar sensibilidades”, como si los creadores fueran adolescentes con talento y mala leche. Y lo cierto es que ha habido ministros buenos, alguno incluso brillante. Pero la cercanía con el poder, como siempre, lo pudre todo. Algunos de esos gestores, lejos de unir, han usado su inteligencia para dividir. Porque lo que no se puede controlar, se fractura. Y la cultura, en teoría apolítica, acaba con bandera, escudo y hasta himno. Imposible no politizar lo que paga el político.

Las academias, las fundaciones, las comisiones de expertos… todo ese ecosistema está lleno de silencios que gritan. Odios cruzados. Vetos invisibles. La cultura no necesita ejército porque tiene memoria, y con eso basta.

Pero el rencor no se queda en lo público. Muchos de esos guardianes del gusto han emigrado al sector privado y allí siguen afilando cuentas pendientes. Rechazan libros no por malos, sino por firmados por el enemigo. Inflan carreras mediocres porque comparten trinchera ideológica. Convencen a empresarios de que una obra es buena o mala según les convenga. No es crítica, es ajuste de cuentas con barniz académico.

¿Y qué hacer con eso? Nada. Aceptarlo. Entender que el talento no vacuna contra la miseria humana. Como le digo a algunos amigos: yo no cargo con rencores prestados. Bastante tengo con los míos como para arrastrar los ajenos. Los dejo donde están: en los cafés, en los pasillos de los museos, en los prólogos escritos con veneno. No se puede vivir ligero cargando odio en la mochila.

Y menos si es de segunda mano.

El Caribe

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