Los pactos educativos: ¡difíciles, pero necesarios!
El reconocimiento de que las estrategias de acción educativa deben ser diseñadas a través de la participación de todos los actores sociales, constituye un principio común en la literatura reciente sobre diseño de políticas educativas.
Sin embargo, más allá de la creencia que se puedan formular, lo cierto es que la concertación sobre las políticas no puede ser un proceso exento de dificultades y de conflictos. Concertar en un contexto como el que aquí, en el que existe una fuerte tendencia al “exhibicionismo social”, requiere desarrollar nuevas actitudes, mayor apertura filosófico-social y visión amplia sobre el presente y el futuro.
En interés de una mayor comprensión del alcance de los pactos educativos debe tenerse presente que los mismos no pueden ser un fin en sí mismos. En todo caso, serán sólo instrumentos válidos en el contexto de un proyecto social basado en la idea de construir una sociedad más justa, inclusiva, equitativa y solidaria mediante la educación.
En tal virtud concertar políticas educativas es parte de un proceso más general de fortalecimiento de la ciudadanía y de construcción de un orden político democrático. Una sociedad sin actores con lealtades sociales firmes, con una estructura social “caótica” hace imposible el consenso.
No todo tipo de “discusión” conduce a un pacto educativo bueno. En este sentido conviene aclarar que ni el concepto pacto ni el verbo que realiza la acción de alcanzarlo (pactar) dejan alguna señal de que pactar sea en sí mismo algo positivo o negativo.
Puede tener de lo uno y de lo otro, según sea la situación en la que se busca, de las razones y motivos para buscarlo, valorando las consecuencias de pactar y de no hacerlo, de los costos que tiene el hacerlo, de lo que han de afrontar las partes intervinientes, a quiénes les incumbe y a quiénes se les deja fuera.
Uno de los principales obstáculos de los consensos educativos proviene de los enfoques cerrados y autoritarios, que consideran que las decisiones son o deben ser tomadas sólo por los que controlan el manejo del aparato del Estado, excluyendo toda posibilidad de pluralismo y de debate.
Igual de difícil puede resultar el contenido. Con respecto al mismo hay dos aspectos importantes. El primero se refiere a la responsabilidad de convocar a los diferentes actores a que negocien, a que dialoguen, a que concierten. En el segundo, el Estado debe manejar la tensión que existe entre los procesos de concertación y las tomas de decisiones. ¡La negociación no puede ser un justificativo para la inacción!
Relativo a la representación, si bien el Estado asume los intereses generales, su responsabilidad principal es representar a los excluidos. Sólo el Estado puede hablar por los que están afuera, por los no representados mediante organismos corporativos. La concertación a través de organizaciones se corporativiza rápido, y los que no están organizados no participan. Esta limitación debe superarse por otras vías igual de democráticas, como son los “Diálogos ciudadanos para la calidad de la educación”.
Un pacto educativo debe ser innovador. En ese sentido, hay que dar vigencia a los pactos educativos con una dimensión local. Desde el punto de vista administrativo, esos pactos han adquirido relevancia en el marco de los procesos de descentralización, que en algunos casos transfieren responsabilidades a los gobiernos locales. Otra razón que justifica los pactos locales es el carácter integral de las estrategias destinadas a impulsar el desarrollo comunitario.
En este último sentido, es posible evocar los ejemplos de pactos y de diálogos regionales de educación, así como algunas experiencias de proyectos educativos basados en la idea de comunidad de aprendizaje o de padrinazgo de escuelas por parte de empresas o de otras instituciones.
Es mejor pactar la política educativa que el no hacerlo. Pero al mismo tiempo hay que tomar en cuenta que no siempre es posible llegar a acuerdos y que hasta puede ser positivo que no los haya; es decir, no se debe condenar sin más el que no se pacte o no se haga en todo.
Hay que tener presente en el análisis de la construcción de pactos educativos la definición de quien participa y a quien representa. En este sentido, los procesos de concertación están directamente vinculados al funcionamiento de las instancias democráticas de la sociedad.
Las divergencias surgen a la hora de precisar de qué se habla, qué asuntos se dirimen, cómo se organiza el debate, qué voces son escuchadas y cuál es el alcance político e ideológico del acuerdo.
Todo pacto tiene que contar con información confiable. Los pactos son acuerdos que necesariamente, para ser posibles y efectivos, requieren arroparse con información para justificar y fundamentar las propuestas que se hagan, dotándolas de legitimidad.
Es necesaria una cultura del pacto en todos los niveles del pensamiento y de la acción educativa. Entre nosotros esa cultura del pacto –que es una cultura de la democracia– es débil, aunque solamente se fortalece con su ejercicio pleno. Nos parece que en esto radica la principal dificultad para lograr instaurar “el verdadero pacto nacional para la reforma de la educación”.
El Art. 63 de la Constitución de la República nos ofrece una base sólida para tener claro cuál debe ser el punto de partida del pacto educativo: el derecho a la educación: “Toda persona tiene derecho a una educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades, sin más limitaciones que las derivadas de sus aptitudes, vocación y aspiraciones”.
¡Y este derecho no es negociable!