Los rostros presidenciables: Sanz Lovatón (Yayo) (4)

Marino Beriguete

A Yayo se le nota la política en la piel, como a los marineros el mar: en la manera de mirar, en cómo camina cuando entra a una sala, en la forma en que saluda sin necesidad de ensayar una sonrisa. No hace falta que hable mucho para que uno intuya que lleva años en esto. Pero no en la política de plató ni en la de frases de coaching.

La suya es otra. Más vieja. Más seria. Más real. La que se hace con números, pactos que no salen en cámara, fidelidades construidas a fuerza de tiempo, paciencia y silencios. Y en eso, Eduardo Sanz Lovatón —Yayo, para casi todos— es un activo sólido del PRM. De los que suman, incluso cuando no hacen ruido.

No improvisa. No adorna lo que dice. No vende humo ni frases de cartel. Promete algo menos brillante pero más valioso: orden. Unidad. Un partido que funcione como un partido, con engranajes y objetivos, no con ocurrencias. Y eso, aunque no luzca en campaña, da tranquilidad. Porque Yayo no juega a ganar aplausos; juega a construir poder, que es algo mucho más difícil y menos visible.

Desde la Dirección General de Aduanas ha hecho lo que muy pocos pueden decir sin rubor: transformar.

Una institución gris convertida en ejemplo de eficiencia, digitalización y transparencia. Recaudaciones al alza, procesos simplificados, tecnología como norma. Y todo eso sin montarse un espectáculo. Porque su estilo no es el del megáfono. Es el del tablero de ajedrez. Jugada a jugada.

No es un outsider, ni finge serlo. No es un tecnócrata sin bandera, ni un iluminado de último minuto. Es de partido. Fundador del PRM cuando todavía era una idea en construcción, uno de esos que creyeron cuando no había mucho que ganar. Lo suyo no es la mística de la épica, sino la política de base. De comité, de calle, de estructura. Es, en definitiva, un político serio. Que, en tiempos de frivolidad, es casi una excentricidad.

Tiene una habilidad inusual: puede hablar con técnicos sin perderse y con políticos sin sobreactuar. Se entusiasma con un Excel, pero también entiende la fuerza de una consigna bien dicha. Tiene buena gente a su alrededor, no por lo que dice, sino por lo que demuestra. Y tiene calle en su partido. De la de verdad. La que no se compra ni se hereda: se gana.

¿Tiene puntos débiles? Claro. No genera histeria, ni incendia multitudes. No tiene biografía de película ni frases para tatuarse. Pero en un país donde el carisma a veces se confunde con competencia, Yayo apuesta por algo más sobrio: la lógica. Su candidatura, si llega, no nacerá del entusiasmo, sino de la necesidad. Cuando el partido pida brújula, no fuegos artificiales.

Y eso no es poca cosa. Porque cuando todo hace ruido, se agradece al que no grita. Cuando los discursos inflan globos, se valora al que pisa tierra. Y cuando la política parece un espectáculo, resalta el que trabaja como si esto siguiera siendo una cosa seria.

Yayo no quiere ser el más popular. Quiere ser el más útil. El que sabe cómo funciona el motor del Estado y, más importante aún, cómo arreglarlo cuando se atasca.

Tiene futuro, sí. No por moda ni por marketing. Lo tiene porque encarna algo raro: ve la política como un servicio, no como un juego de poder. Si no se desvía de ese camino, no solo puede ser un político sólido. Puede ser, con algo de suerte y mucho carácter, un gran candidato futuro.

Nos vemos el lunes con Carolina Mejía.

El Caribe

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