Luis García Montero y la poesía de la experiencia.

Marino Berigüete

poeta, escritor.

Conocí la poesía de Luis García Montero antes de reconocerla, porque hay palabras que se nos aparecen como rumores que no comprendemos, como melodías que creemos pasajeras y que más tarde descubrimos que son la música de nuestra propia vida, y aunque había encontrado sus versos en alguna antología, en revistas que recogen las voces de un tiempo, no fue sino en una tarde hondureña, conversando con el poeta  Rolando Kattán, cuando esas tres palabras, “la poesía de la experiencia”, me sonaron no como una definición ni como una etiqueta, sino como un destino, y en la voz de aquel poeta hondureño había menos el tono frío de la clasificación que la calidez de quien comparte un secreto, la certeza de que allí no se nombra una escuela ni un método, sino una manera de vivir la poesía y de vivir la vida. Esa misma noche, obedeciendo a lo que sólo puede llamarse un presentimiento, busqué los poemas de García Montero, y no comencé por los estudios críticos ni por los prólogos que explican lo que nadie puede explicar, porque la poesía no se revela en la teoría sino en la respiración de los versos, y allí estaban: calles, habitaciones, conversaciones, escenas de lo común, pero que bajo la luz de la palabra adquirían una dimensión de revelación, como si la realidad, al ser nombrada, se recordara a sí misma en lo que tiene de esencial. Y comprendí entonces que estaba ante una poesía que no se escribía contra la vida, ni por encima de ella, sino desde la vida misma, con la fidelidad de quien sabe que la presente basta, que el instante cotidiano puede contener, como una semilla, todo lo absoluto.

Ese hallazgo me arrastró, como arrastran las verdaderas revelaciones, a una fiebre de lecturas. Me encontré entonces con Ángel González, cuya melancolía se iluminaba siempre con una ternura irrenunciable; con Jaime Gil de Biedma, que en su ironía demoledora había hecho de la biografía un espejo generacional; con Benjamín Prado, cuya voz tenía la cercanía de una conversación nocturna entre amigos. Todos ellos parecían responder a una misma intuición: devolver a la poesía su respiración natural, salvarla de la solemnidad que la convierte en mausoleo, arrancarla de la abstracción que la disuelve en humo y devolverla al aire cercano de la conversación. No se trataba de negar la tradición, sino de renovarla, de recordarnos que la poesía no se refugia en lo extraordinario, sino que revela lo extraordinario en lo común.

La confirmación definitiva llegó en Santo Domingo, en un encuentro de Centroamérica Cuenta, donde escuché a García Montero leer sus propios versos, y fue allí donde supe que lo que había sentido en la lectura era apenas una parte de lo que transmitía su voz. Tenía la serenidad de quien sabe que el dolor no necesita solemnidad, la ternura de quien entiende que la intimidad también es un acto político, y hablaba no como un esteta distante sino como un ciudadano entre ciudadanos, como alguien que conversa y confía. Cada poema era una confidencia compartida, una invitación a reconocerse en lo que parecía personal y terminaba siendo común. Y comprendí entonces que aquella expresión, “poesía de la experiencia”, no designaba una técnica ni una corriente literaria, sino una manera de estar en el mundo: la convicción de que lo vivido es materia suficiente, de que el presente no necesita adornos para volverse profundo, de que el poema no inventa mundos ideales, sino que ilumina la intensidad secreta del mundo real.

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Marino Beriguete, Mario Bojórquez, Luis García Montero

Pero toda corriente nueva es también herencia, y la poesía de la experiencia hunde sus raíces en voces anteriores. En Antonio Machado, que supo unir paisaje y conciencia, y que descubrió que un hombre caminando por los campos de Castilla es también un hombre caminando por su conciencia; en Luis Cernuda, que nos mostró que la intimidad desgarrada puede tener la resonancia de la eternidad; en los poetas sociales de posguerra, que devolvieron a la poesía el tono de lo cívico, la misión de hablar desde la historia. Sin embargo, en los años ochenta, García Montero y los suyos dieron un giro decisivo: introdujeron el tono conversacional, la ironía discreta, la intimidad sin adornos, y consolidaron una voz que podía unir memoria y actualidad, lo personal y lo colectivo, la ternura de lo íntimo y la vigilia de lo histórico. Ángel González había mostrado ya que la sencillez podía ser luminosa, Gil de Biedma que una biografía privada podía convertirse en metáfora de un país, y García Montero reunió esas lecciones en una voz que entendió que no hay que buscar lo extraordinario en lo lejano, sino en lo cercano, que, en una calle cualquiera, en una casa cualquiera, en una conversación cualquiera, laten las preguntas más antiguas sobre el tiempo, el amor, la pérdida, la fragilidad de la memoria.

Y en sus versos se confirma que lo íntimo y lo cívico no son dos ámbitos separados, sino dos caras de la misma moneda. El poeta que habla de una cama compartida es también el ciudadano que reflexiona sobre la historia y sobre las injusticias, no desde la proclama ni desde la consigna, sino desde la convicción de que lo personal es político, de que en cada gesto íntimo resuenan las tensiones de lo colectivo. Así, una casa puede ser metáfora de un país, un jardín puede ser metáfora de la esperanza, una conversación familiar puede iluminar un destino histórico. No se puede vivir de espaldas a la historia, nos dice su poesía, pero tampoco se puede vivir sin el consuelo de lo íntimo, y en esa doble lealtad, la de la memoria colectiva y la de la vida privada, está la fuerza de su voz.

Nada revela tanto su poética como su manera de hablar del amor. No es el amor idealizado del romanticismo, ni el amor abstracto de ciertas vanguardias, sino el amor concreto, un viaje en tren, una conversación de madrugada, una habitación de hotel convertida en isla. Ese amor es pertenencia y reconciliación con el mundo, un modo de habitarlo. Pero junto al amor está también la pérdida, porque nadie puede hablar de la vida sin hablar de la herida. La muerte de Almudena Grandes dejó en su obra reciente una huella imborrable, y sin embargo incluso en el duelo su poesía conserva serenidad, transforma la herida en memoria, y nos recuerda que el recuerdo es otra forma de amor, que la fidelidad de la memoria es también una manera de seguir viviendo con quien se ha ido.

Escucharlo leer es asistir al regreso de la poesía a sus orígenes: el diálogo. Su tono conversacional rompe la distancia entre poeta y lector, y convierte cada poema en confidencia, en relato compartido, en palabra cercana. Por eso su poesía recuerda a veces la oralidad de los trovadores antiguos o la sencillez de la lírica popular, pero no como nostalgia sino como renovación, porque la poesía solo está viva cuando dialoga con su tiempo. Y en esa oralidad hay algo de regreso a la raíz: la certeza de que la poesía nació en la voz y no en la página, nació en la conversación y no en la teoría.

La poesía de la experiencia es también una filosofía. Frente al hermetismo que convierte al poema en enigma inaccesible, frente a la evasión que lo aleja de la vida, propone la fidelidad al presente. No se trata de inventar lo inexistente, sino de descubrir que lo existente es suficiente, que cada instante encierra una revelación. Una calle vacía al anochecer, una biblioteca donde los libros parecen cómplices, una tarde en que la lluvia juega con los cristales: en esos gestos mínimos se juega lo absoluto. El presente, en García Montero, no es simple actualidad, sino el lugar donde se cruzan memoria e historia, intimidad y política, lo personal y lo universal.

Y tal vez por eso su poesía es necesaria en un mundo como el nuestro, un mundo saturado de ruido y vacío de sentido, donde las palabras se multiplican en pantallas luminosas, pero se gastan en su peso. Frente a esa banalidad, la poesía de la experiencia es un acto de defensa, una manera de rescatar lo humano en medio del ruido, de recordarnos que la vida, con todas sus contradicciones y fragilidades, merece ser cantada, y que la poesía no es un lujo ni un refugio para minorías, sino una manera de volvernos conscientes de lo que somos. En ella descubrimos que lo más profundo no está siempre en lo lejano, sino en lo cercano, que lo eterno puede revelarse en la conversación de un café o en el silencio de una calle desierta.

Luis García Montero no inventó la experiencia, pero supo convertirla en poética, y en eso consolidó una corriente que devolvió la poesía a la vida común. Al leerlo comprendemos que la poesía no es un mausoleo ni un artificio hermético, sino una respiración, una fidelidad al presente. La poesía de la experiencia no es nostalgia ni clasicismo, no es ruptura ni vanguardia, es ante todo fidelidad: fidelidad al tiempo que nos toca, a la vida que compartimos, a los gestos mínimos donde se encierra lo absoluto. Escribir desde ahí no significa renunciar a la tradición, sino prolongarla, renovarla, mantenerla viva.

Por eso aquella tarde en Santo Domingo, al escucharlo leer sus versos, tuve la sensación de que la poesía regresaba a su lugar natural: la conversación, la memoria compartida, la experiencia común. Y comprendí que acaso esa es su lección más honda: que la poesía no es un arte reservado para unos pocos ni un lujo de iniciados, sino un modo de contar el tiempo en que vivimos, la respiración misma de la vida cuando se hace consciente de sí, y que basta un gesto, una palabra, una habitación cualquiera para que en el rumor del presente se ilumine lo eterno.

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