Más militares en Ecuador no va a solucionar el problema de la violencia
Por Glaeldys González Calanche
The New York Times
González Calanche pasó meses entrevistando a decenas de miembros de la comunidad, agentes del orden público, funcionarios gubernamentales actuales y anteriores, y exmiembros de grupos criminales en Ecuador.
Cuando el ejército y la policía hacen operativos en Flor de Bastión, un barrio pobre de Guayaquil, la capital comercial de Ecuador, las calles se vacían, el transporte público se detiene y los propietarios de locales cierran sus comercios.
Los residentes no temen tanto a los soldados, sino lo que sucede después de que se vayan. Una vez que las fuerzas de seguridad patrullaron la zona en busca de sospechosos, armas o escondites de droga, las pandillas regresan con sed de venganza. Recorren el barrio en busca de cualquiera que haya podido dar información a los militares o pertenezca a una pandilla rival. Los asesinatos por venganza pueden suceder momentos después de que las fuerzas de seguridad se hayan marchado o días después.
Ecuador, un país que solía ser un refugio de paz en los Andes, ahora es el más violento de Sudamérica. Esa transformación ha sido vertiginosa. En 2016, un acuerdo de paz histórico en Colombia desmovilizó a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, conocidas como las FARC, que eran uno de los mayores proveedores de cocaína de la región. Las organizaciones internacionales de narcotráfico, buscando llenar el vacío, centraron la mirada en Ecuador. El país lo tenía todo: cercanía geográfica a Perú y Colombia, los principales productores de coca del mundo, buenas carreteras y puertos de aguas profundas que ofrecen una línea de exportación a los mercados de cocaína de Estados Unidos y Europa.
Estas ventajas, sumadas a la corrupción estatal, la debilidad de las instituciones judiciales y de inteligencia y el colapso del sistema penitenciario, han puesto al país al centro de la cadena mundial de suministro de cocaína. Las bandas violentas que buscan participar en el negocio compiten por el control de las rutas de tráfico y de las comunidades a las que pueden forzar y extorsionar, sobre todo a lo largo de la costa del Pacífico. Las tasas de homicidio, que en 2020 eran de 7,7 por cada 100.000 habitantes, se han disparado, según estimaciones, hasta alrededor de 50 por cada 100.000 habitantes este año, la más alta de América Latina.
El presidente Daniel Noboa, desde que llegó al poder en 2023, ha instaurado una campaña militar enérgica contra el crimen. Sin embargo, la apuesta de Noboa por el ejército no ha traído paz. Por el contrario, han desencadenado nuevas oleadas de violencia contra las comunidades.
El domingo, Noboa parecía dispuesto a intentar ampliar esa apuesta, pero esta vez con la ayuda de fuerzas extranjeras, probablemente estadounidenses. Ese día, los ecuatorianos fueron a las urnas para votar en un referendo para decidir, entre otras cosas, si se eliminaría la prohibición constitucional de 2008 a las bases militares extranjeras en el país, lo que habría aumentado la dependencia del presidente del poder militar para frenar a los grupos criminales. Más del 60 por ciento votó que no.
Antes de la votación, Noboa había dicho que permitir esas bases era esencial para ganarle a los cárteles transnacionales y garantizar la seguridad pública. Pero si el historial reciente de Ecuador sirve de indicador, más soldados —incluso extranjeros— no resolverán el problema.
Ecuador ha recurrido a sus militares en crisis de seguridad anteriores. En agosto de 2023, el presidente Guillermo Lasso desplegó a las fuerzas armadas para garantizar el orden en unas elecciones generales tras el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio. Pero el uso de Noboa de la fuerza militar es inusual por su escala y duración.
En enero de 2024, en medio del aumento de la violencia —atentados con bomba, secuestros de agentes de policía, motines carcelarios y un asalto contra una transmisión televisiva en vivo en Guayaquil—, el presidente declaró el estado de excepción. Esto le permitió desplegar al ejército para combatir a 22 grupos delictivos que el gobierno designó organizaciones terroristas. Su gobierno empezó a trasladar soldados a las cárceles, a ordenar redadas en barrios densamente poblados y a detener a miles de personas, suspendiendo repetidamente derechos civiles en el proceso.
Este enfoque firme tiene el apoyo de muchos ecuatorianos, quienes reeligieron a Noboa en abril por poco más de 10 puntos porcentuales en una segunda vuelta. La represión trajo algo de calma, pero ha resultado efímera, especialmente en las áreas costeras. Los asesinatos volvieron a aumentar a medida que la estrategia represiva de Noboa desencadenaba nuevas oleadas de violencia en todo el país.
En las comunidades más vulnerables de Ecuador, los soldados no siempre patrullan las calles; a menudo, se limitan a llevar a cabo operativos específicos contra los grupos delictivos y sus miembros y se retiran con la misma rapidez, exponiendo a la población civil a represalias criminales brutales como las que han sucedido en Flor de Bastión. Cada detención o asesinato de los líderes de las pandillas también desencadena una lucha por las ganancias y el liderazgo, lo que impulsa a los miembros más jóvenes y despiadados a ascender en la jerarquía criminal.
El año pasado, Flor de Bastión tenía dos o tres pandillas; hoy hay muchas más, lo que hace casi imposible saber quién controla cada cuadra. La situación de seguridad en estos lugares es crítica.
Para los habitantes de las zonas ocupadas por pandillas, la violencia se ha infiltrado en la vida cotidiana. El sonido de los disparos es algo de todos los días. Los civiles tienen que dar pagos de extorsión elevados, que estiran los presupuestos familiares y llevan a la quiebra a los pequeños negocios. Estos pagos son una fuente crucial de ingresos para las pandillas, y quien se niegue o no pueda pagar se enfrenta a consecuencias violentas.
La población también está perdiendo la fe en sus supuestos protectores. Muchos sospechan que algunos oficiales militares han sido coaccionados o corrompidos por los grupos criminales que deben combatir. Algunos residentes creen que, en ocasiones, los agentes de policía actúan en connivencia con los delincuentes, enfocando la represión en los rivales de alguna pandilla. Las organizaciones de derechos humanos han documentado graves abusos cometidos por las fuerzas de seguridad, desde tortura y violencia sexual en las cárceles hasta desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales. Quienes pueden permitírselo huyen a zonas más seguras.
Los ecuatorianos han respaldado en gran medida la política de mano dura de Noboa, pero la opinión pública parece dividida en cuanto a hasta dónde debe llegar.
Muchos ecuatorianos, tanto civiles como militares, creen que la fuerza por sí sola no puede resolver la difícil situación del país. En lugar de ello, afirman, el país debe abordar las condiciones —incluida la falta de educación, empleo y atención médica— que han originado la ola de delincuencia.
Si fuerzas estadounidenses llegaran en algún momento a territorio ecuatoriano, lo más probable es que las redes criminales encontrarían la manera de explotar las deficiencias en la campaña de represión, ya sea la actuación policial errática , la persistente pobreza y la arraigada desigualdad o los atractivos económicos del narcotráfico. Una escalada militar puede dar la apariencia de ser imponente, pero hasta que Ecuador no acabe con las verdaderas causas de la economía ilícita del país, ninguna cantidad de poderío militar, ni nacional ni extranjero, impedirá que las bandas armadas amplíen su dominio.
The New York Times

