Memoria de un niño en la Guerra de Abril
Revisando viejos papeles de familia, encontré una carta que leí con emoción: le escribía a mi papá, -con mi caligrafía peculiar, siendo un niño de 8 años- quien se encontraba, entonces, en situación de clandestinidad desde que se frustró el intento de contragolpe del 30 de octubre de 1963, para reponer el gobierno del profesor Juan Bosch. Ese movimiento lo encabezaba el general Pedro Santiago Rodríguez Echavarría, con quien mi padre mantenía una estrecha relación de amistad. Le decía en mi carta que nos hacía “mucha falta” a mi hermano Juárez y a mí, y le daba cuenta de que el nuevo hermanito -“el chichí”- era muy bonito, que comía y lloraba mucho.
50 años más tarde
En días pasados, cuando se celebraba el 50 aniversario de la Revolución de Abril, recordé los momentos vividos con gran intensidad por mi familia, en los primeros eventos de ese estremecedor acontecimiento de la historia nacional.
Mi padre había salido de una etapa de clandestinidad de 18 meses, a finales de febrero de 1965, por gestiones realizadas por el Lic. Augusto Lora ante el Triunvirato, con el compromiso de que se integraría a los trabajos políticos del Partido Reformista en formación.
A mi hermano Vinicio lo conoció en ese momento de su reintegración a la familia y a la vida ordinaria, ya que no pudo estar junto a mi madre el día de su nacimiento, el 03 de noviembre del 1963. Entre marzo y abril, se empeñó en compensar esa larga ausencia dedicando más tiempo a la familia, y sobre todo, realizando viajes los fines de semana a las playas y al campo. Después de mi cumpleaños, el 22 de abril, nos fuimos en familia -exceptuando a mi hermanito, “el chichí”- el día 24 a Cenoví, en San Francisco de Macorís. Mi papa quería que conociéramos el país en su compañía, algo que con los años se convirtió en una sana, formativa e inolvidable experiencia. Con frecuencia combinaba esos viajes con diligencias profesionales.
Encontrándonos a prima tarde del 24 en casa de doña Aminta Vda. Tejada en Cenoví, no olvidaré el revuelo que provocaron en todo el vecindario los gritos a voz en cuello, de un campesino que a galope tendido desde un caballo, proclamaba con algarabía: “¡Tumbaron al gobierno! ¡Tumbaron al gobierno!”.
Un rato después nos trasladamos a pie a casa de don Chichí Mena, porque era una de las pocas viviendas de la zona donde había televisor y, además, era persona de confianza de mi padre. Sintonizamos La Voz Dominicana y presenciamos a un grupo de civiles y militares arengando al pueblo a sumarse al levantamiento. Como niño al fin, no reconocí a ninguno de los personajes que aparecían en pantalla, pero con el tiempo nos enteramos que uno de los más fogosos oradores, era el inolvidable Freddy Beras Goico. Antes de las seis de la tarde retornamos a casa de doña Aminta, donde decidimos pernoctar ya que se había declarado toque de queda. Nunca olvidaré que fue mi primera experiencia de presenciar una noche oscura, encandilada por cientos de cocuyos, en una modesta casa de campo, “aluzada” con lámparas de gas. Había nacido en San Francisco de Macorís, pero desde los cuatro años vivía en la capital, y por tanto, no había tenido ese contacto maravilloso con la naturaleza. Como desde niño he sentido pasión por la política, esa noche tuve que dividir mi atención, entre tratar de atrapar cocuyos, o seguir las conversaciones de mi padre con su amigo y compadre Leo Nanita y mi madre. A la mañana siguiente vinieron desde San Francisco a buscar a mi padre, que partió supuestamente para Santiago -por lo menos, eso le dijo a mi madre- después de despedirse con grandes muestras de cariño. Le encomendó a su primo Tato Rodríguez Tejada, que nos llevara a casa de su tía Viola Rodríguez -hermana de mi abuela-, casada con don Damián Fermín.
La agitación estaba en el ambiente: todos estaban atendiendo el curso febril de los acontecimientos por radio y televisión; y entraba y salía de ese hogar mucha gente que eran favorable al movimiento constitucionalista.
La familia de mi padre, en su gran mayoría, eran boschistas furibundos o simpatizantes del 14 Junio. Mi madre estaba muy angustiada porque su hijo más pequeño, Vinicio -que apenas contaba con un año y medio- se había quedado en la capital, con mi abuela materna Evangelista, y en un arranque de determinación, dijo: “me voy a la capital”. Serían entonces las dos de la tarde del 25 de abril. Trataron de disuadirla por el peligro que significaba el retorno en circunstancias tan críticas, pero el instinto de madre pudo más. Finalmente, pidió que le buscaran un carro en el parque Duarte. Recuerdo que era un Chevrolet azul. Tío Damián, le dijo: “Sogela, no te puedo dejar ir sola con los niños: te acompaño”. Se puso su traje y su sombrero, y así emprendimos el viaje de retorno a Santo Domingo.
Serían las cuatro o cuatro y media cuando llegamos a la entrada del Campamento 16 de Agosto, en la entonces carretera Duarte -donde hoy se encuentra la Primera Brigada del Ejército- sin saber que era uno de los campamentos insurreccionados contra el Triunvirato. Ahí vimos un primer retén militar, que nos dejó pasar sin dificultad. Tío Damián colocó un pañuelo blanco en la antena del carro, y le indicó al chofer que tenía una actitud serena, que condujera a marcha lenta.
Minutos después fuimos detenidos en otro retén, frente al campamento del ejército del km 6, donde estaba la sede de la artillería y la Jefatura del Ejército. Ahí nos exigieron que montáramos a dos soldados, y los encamináramos hacia la ciudad. Mi mama se negó, y empezó una discusión con los soldados, pues ella temía que esa “bola”, nos convirtiera en blanco de ataques contrarios. Después de discutir durante varios minutos, tío Damián impuso su autoridad y calmó a mi madre: “Los soldados vendrán con nosotros”. Tenían uniforme caqui y portaban viejos fusiles Máuser, que a mí me parecían enormes y despertaban mi curiosidad. Empecé a preguntarles sobre sus armas.
Tomamos la Abraham Lincoln, y a la altura de lo que es hoy la moderna 27 de Febrero -entonces zona poca poblada- nos pidieron que detuviéramos el vehículo, que se quedarían ahí, despidiéndose y dándonos cortésmente las gracias. Mi madre recobró la tranquilidad, hasta que llegamos a nuestra casa en calle Benigno Filomeno Rojas, muy cerca del Palacio de Bellas Artes.
Al desmontarme del carro quedé impactado por una escena de guerra imborrable: Un caza P-51 en picado, atacando un blanco que no veíamos, pero que de inmediato nos enteramos que era el Palacio Nacional, sede de la Presidencia de la República. Rememorando ese momento creo que experimenté la misma sensación del niño protagonista de la película el Imperio del Sol: igual que él me fascinaban los aviones y sentí que estaba dentro de un filme de guerra. Tiempo después nos enteramos que mi padre se encontraba en el campamento 6, precisamente, cuando nos obligaron a llevar la patrulla; y que luego esa instalación militar fue ametrallada por P-51, después del ataque al Palacio que acababa de presenciar.
A él lo volvimos a ver varios meses después, porque en la noche del 25 de abril marchó junto a un grupo de oficiales y civiles a intentar sumar la base aérea de Santiago, Juan Antonio Minaya, a la revolución constitucionalista. Ese intento que se llevó a cabo el 26 de abril, y que fue encabezado por el general Pedro Santiago Rodríguez Echavarría, fracasó ya que -al parecer, por influencia de los agregados militares norteamericanos- los oficiales conjurados fueron arrestados; y los civiles que los acompañaban, aguardando el desenlace del levantamiento en Santiago, tuvieron que pasar a la clandestinidad.
En casa de sus compadres
Estando en casa de sus compadres, Pete Dujarric y Mireya Estrella, en horas de la noche del día 28 recibió mi padre la noticia de que las tropas norteamericanas estaban iniciando la ocupación de la República. A él no le sorprendió, pues, a finales de febrero, antes de reintegrarse a la vida ordinaria, había advertido en una importante junta de oficiales involucrados en la conspiración contra el Triunvirato, que la consigna “Vuelta a la Constitucionalidad Sin Elecciones” era impracticable en esas circunstancias; y que si sobrevenía una división militar y se involucraban los civiles, con toda probabilidad se produciría una nueva intervención norteamericana. La realidad geopolítica imperante en la región, en un contexto de guerra fría, marcada profundamente por la crisis de los misiles de 1962, no auguraba otra cosa.
Después de estos eventos, pasaríamos un período de guerra cargado de vivencias indelebles. Me toco dormir por meses en mi cuna a pesar de tener nueve años, escuchando todas las noches los tableteos de las ametralladoras a partir de ciertas horas, como si hubiera horarios en la contienda. No había clases, y muchos primos fueron a vivir a nuestra casa, que pasó a alojar a cuatro familias, en un vecindario fraternal y amistoso, con una muchachada que se entretenía jugando “nuestras guerras”.