México se está convirtiendo en un faro

Por Lydia Polgreen

The New York Times

Columnista de Opinión

Este ensayo forma parte de La gran migración, una serie de Lydia Polgreen que explora cómo se desplaza la gente por el mundo hoy en día.

Conocemos bien un tipo de migración.

Se trata de millones de personas de países más pobres que viajan sobre todo a países ricos —donde reciben, cada vez más, una acogida hostil— en busca de seguridad y oportunidades. Pero hay otro tipo de migración que sucede alrededor del mundo. Más pequeña, más silenciosa pero persistente, implica a personas de países ricos que buscan nuevas vidas en otros lugares, a veces en otros lugares ricos pero también en países más pobres que tradicionalmente han enviado migrantes en lugar de recibirlos.

Tal vez en ningún lugar del planeta converjan estas dos oleadas migratorias de forma más clara que en Ciudad de México, una vasta aglomeración urbana que se ha transformado en las dos últimas décadas. En otro momento era conocida por registrar delitos violentos o tener una contaminación asfixiante o infraestructuras en mal estado. Durante décadas, muchos de sus ciudadanos intentaron marcharse, formando parte de un enorme flujo migratorio a través de la frontera norte del país con Estados Unidos, una nación que muchos mexicanos veían como un faro de oportunidades.

Hoy en día, la propia Ciudad de México es un faro que atrae a millones de visitantes de todo el mundo. Es un vibrante centro cultural global que rivaliza con cualquiera de las grandes capitales europeas. Sus parques y plazas históricos han renacido. Es un gigante culinario, donde conseguir un sitio en los mejores restaurantes requiere ingenio y ciertas taquerías, algunas de las cuales no eran conocidas, obtienen fama viral impulsada por TikTok.

La economía de la ciudad también ha prosperado, impulsada por el crecimiento de una amplia gama de empresas. Hay fábricas bulliciosas, nuevas empresas de alta tecnología, bancos y compañías de seguros, e incluso una industria global de cine y televisión en rápida expansión, que no solo produce contenidos en español para el público latinoamericano y películas de arte, sino también series de gran presupuesto en plataformas de streaming y anuncios para la Super Bowl.

Esta primavera viajé a Ciudad de México —mi primera visita en más de una década— para ver de cerca estas transformaciones y hablar con los recién llegados atraídos por ella. Para algunos, esta ciudad es un premio de consolación, especialmente para quienes hicieron el peligroso viaje desde tierras lejanas con la esperanza de cruzar a Estados Unidos. Ahora que el gobierno de Trump prácticamente ha sellado los caminos para cruzar esa frontera, muchos migrantes se están estableciendo en Ciudad de México, algunos procedentes de lugares tan lejanos como China incluso la eligen como destino principal. Esperan construir vidas seguras y prósperas allí, aunque solo puedan aferrarse a los bordes de la ciudad.

Para otros, especialmente los jóvenes estadounidenses con estudios que se trasladaron a la ciudad cuando la pandemia los liberó de sus oficinas, la vida en Ciudad de México ofrece la clásica ventaja de la que disfrutan los ciudadanos de países ricos que se trasladan a otros más pobres. Pero los jóvenes estadounidenses con los que hablé también hablaron de una sensación de disminución de las oportunidades en casa y, con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, de un sentimiento de alienación política. México, que ofrece la oportunidad de vivir bien por menos dinero bajo el liderazgo de una popular presidenta de izquierda, constituye un grato antídoto contra ambas insatisfacciones.

Para México, un país sin tanta experiencia para acoger a extranjeros en tan grandes cantidades, estas nuevas cohortes suponen un reto. Los recién llegados desde el sur arriban a una nación marcada por una profunda desigualdad y que se enfrenta a un futuro económico incierto a medida que el sistema de comercio mundial se tambalea bajo el régimen arancelario de Trump. Los recién llegados adinerados del norte no son más fáciles de acomodar. Están reconfigurando la vida económica y cultural, especialmente en las zonas más de moda e históricas de la ciudad, sembrando resentimiento y desgastando el tejido social.

Pero el cambio de México, de ser un lugar del que la gente sale a otro en el que se asienta, también presenta una oportunidad. Mientras Estados Unidos se repliega con Trump, México —durante tanto tiempo a la sombra de su vecino— puede beneficiarse, atrayendo gente para impulsar un futuro mejor. Ciudad de México, una megalópolis de unos 22 millones de habitantes, ya es un microcosmos de la forma en que cambia nuestro tumultuoso mundo.

Durantegran parte de la vida de Michelda Supreme, su patria, Haití, ha estado en caída libre: acosada por catástrofes, tanto naturales como provocadas por el hombre. Pero en 2022, los muros del hogar que compartía con sus padres y hermanos en la ciudad costera de Gonaïves empezaron a cerrarse. Bandas fuertemente armadas se disputaban el territorio. Formada como maestra de jardín de infancia, no podía trabajar: ¿qué padre enviaría a un hijo a la calle en medio de un tiroteo abierto? Incluso salir de casa para comprar comida era a menudo demasiado peligroso.

Pasó “como seis meses en la casa sin trabajo, sin salir”, me dijo.

No tuvo más remedio que unirse al vasto éxodo de haitianos que esperaban encontrar seguridad. Tenía una hermana que trabajaba en Chile, destino de muchos haitianos, pero la familia de Supreme la animó a ir a otra parte: al norte, a Estados Unidos. Como millones de personas que han intentado llegar a Estados Unidos cruzando su frontera sur, nunca había pensado realmente en México como algo más que otra vasta extensión que cruzar en el largo y difícil viaje hacia el norte.

Dijo que nunca lo vi como un destino. Lo vio como un “punto de transborde”. Y fue un tránsito difícil, desde Nicaragua a través de Honduras y Guatemala, hasta Tapachula, una ciudad sin ley que se alimenta de la desesperación de los migrantes. Viajó en gran parte a pie, avanzando hacia el norte con una caravana de cientos de centroamericanos, venezolanos y otros haitianos.

Con un dejo de asombro en la voz por haber emprendido semejante odisea, me dijo que era difícil saber cuánto tiempo había caminado ni las rutas que había seguido. Una noche, en algún lugar entre Tapachula y Ciudad de México, se despertó y descubrió que su maleta había desaparecido. Contenía casi todo lo que poseía menos la ropa que llevaba puesta.

Cuando llegó a Ciudad de México, se puso en contacto con un primo lejano que había hecho el mismo viaje. Alquilaba una habitación en un barrio donde muchos haitianos se habían instalado y le ofreció un lugar donde quedarse. La había animado a probar CBP One, la aplicación que el gobierno de Biden utilizaba para permitir a los migrantes solicitar asilo en Estados Unidos mientras esperaban en México. Consiguió una cita y finalmente pudo llegar a Estados Unidos.

Pero Supreme dudó en volver al camino. Ciudad de México puede ser enorme y abrumadora, pero se sorprendió al descubrir que la gente era bastante amable y acogedora. Le resultó fácil aprender español. En un punto público de conexión wifi que solía utilizar para llamar a su familia cuando se sentía sola, una mexicana entabló conversación con ella.

Esta mujer la ayudó a conseguir ropa, la “ayudó con comida”, dijo Supreme. La hizo sentir “más cómoda, más tranquila” en México.“Hay gente buena”. Decidió quedarse.

Ha conseguido encontrar trabajo con la ayuda de Casa Refugiados, una organización que la puso en un programa de formación remunerado. Sin embargo, ahora que el programa ha terminado, ha vuelto a la búsqueda de empleo y vive de sus ahorros. Le gustaría volver a enseñar. No es difícil imaginar a Supreme, con una sonrisa fácil y un rostro enmarcado por rizos ordenados, encantando incluso al grupo más alborotado de niños de kínder. Pero su diploma estaba entre las muchas cosas que perdió cuando le robaron la maleta, y no tiene forma de demostrar sus acreditaciones sin él. Así que intenta ser flexible.

Dijo que está abierta a ver “qué me espera, con paciencia”.

Supreme no es la única que ha elegido a México antes que a su vecino del norte. Bajo el mandato de Trump —quien puso fin a la aplicación CBP One, cerró efectivamente la frontera a los solicitantes de asilo y desató una cruel campaña de deportación—, Estados Unidos se está convirtiendo en algo más sombrío y feo. El atractivo de Ciudad de México, en cambio, no hace más que crecer.

En la larga fila para solicitar asilo en las afueras de la ciudad, conocí a una joven pareja de Cuba que esperaba convertir su frustrado sueño de establecerse en Estados Unidos en una vida en México, utilizando sus títulos en dos industrias en auge, el turismo y la tecnología. En Estados Unidos, los empleos de cuello blanco estarían casi con toda seguridad fuera del alcance de los nuevos migrantes que no hablan inglés, y su formación casi con toda seguridad sería desestimada, como ocurre con tantos migrantes. Las ciudades de Estados Unidos están llenas de migrantes enfermeros, abogados y profesores que acaban trabajando como auxiliares de salud a domicilio, taxistas y obreros de la construcción.

En Ciudad de México, en cambio, los empresarios están hambrientos de trabajadores. Funcionarios de la Agencia de la ONU para los Refugiados en Ciudad de México me dijeron que no pueden satisfacer la demanda de trabajadores con permiso de trabajo. Han colocado a miles de trabajadores, dijeron, como a un farmacéutico congoleño en una importante empresa de atención a la salud y a un migrante haitiano que trabaja en Contramar, uno de los destinos gastronómicos más de moda de la ciudad.

Pero entre muchos migrantes y los puestos de trabajo se interpone el sistema nacional que procesa a los solicitantes de asilo, que está batallando con el rápido aumento de las solicitudes. En 2013, 1295 personas solicitaron asilo; en 2023, la cifra había aumentado a más de 140.000. Aunque el número se redujo casi a la mitad el año pasado, ya que muchos migrantes compitieron por las citas a través de la aplicación de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, sigue desbordando el sistema. Estos cuellos de botella dejan a los migrantes en el limbo, a la espera.

Hasta  hace poco, la agencia gubernamental que tramita las solicitudes de asilo tenía su sede en la colonia Juárez, un hermoso barrio histórico cerca del centro de la ciudad. Pero en 2023, cuando el gobierno de Biden endureció el acceso de los migrantes a los procedimientos de asilo, más personas empezaron a solicitar asilo en México. También empezaron a acampar en una de las plazas públicas del barrio, donde vivían en condiciones miserables sin acceso regular a baños ni duchas. Se formó un grupo vecinal para instar al gobierno mexicano a trasladar a los migrantes a otro lugar.

Me reuní con miembros del grupo una tarde en una cafetería a unas cuadras de la plaza, que el gobierno desalojó el pasado junio. Los residentes, que llamaron a su grupo La Calle no es Albergue, dijeron que no se oponían a la migración, pero que querían que el gobierno mexicano cumpliera su compromiso de tratar humanamente a los migrantes.

 “No somos xenófobos. No somos racistas”, dijo Emmanuel Ruiz, uno de los líderes del grupo, un abogado que se describió a sí mismo como un “tipo de derecha”. “El problema es que el gobierno no protege los derechos humanos de los migrantes”.

Había formado una inesperada alianza con una de sus vecinas, una escritora autodenominada de izquierda y profesora jubilada, María Natalia Reus Anda.

“La migración es un problema mundial que se origina debido a que las políticas de los países imperialistas no pudieron prever en el futuro el impacto” de sus políticas en otros países, me dijo. “Es como si hubiesen lanzado un bumerán y se regresa”.

Reus Anda ha vivido en la colonia Juárez la mayor parte de su vida, en el Edificio Mascota, un extenso edificio declarado monumento histórico. Fue construido por un comerciante de tabaco francés hacia 1912, y ocupa toda una manzana, con bonitos apartamentos destinados originalmente sobre todo a ejecutivos de la empresa. El complejo se hizo popular entre los artistas de la ciudad, y Reus Anda compró su apartamento hace más de 40 años. Con sus calles privadas bordeadas de árboles y sus ventanales que dan a patios resplandecientes, el complejo, como gran parte del resto del barrio, que se gentrifica con rapidez, es un atractivo para los extranjeros adinerados que quieren vivir en Ciudad de México.

Acompañé a Reus Anda a casa después de la reunión comunitaria y la escuché quejarse de los extranjeros que invadían su barrio. Señaló un ruidoso bar que había sustituido a una tienda de comestibles y declaró que “cuando escucho el español de los jóvenes me dan ganas de besarlos”. Dijo que la gentrificación estaba cambiando su barrio, expulsando a los residentes de toda la vida y a los comercios con alquileres más altos y una clientela local cada vez más escasa.

Muchas personas que conocí en Ciudad de México —periodistas, escritores, artistas, académicos— se quejaron de que se habían visto obligadas a mudarse de los barrios de moda entre los nómadas globales estadounidenses porque los alquileres se habían disparado. En conversaciones con chilangos de clase media y alta, como se llama a los residentes de Ciudad de México, a menudo parecía que los intrusos ricos del norte eran un problema mayor que los pobres procedentes del sur.

En un café elegante a la vuelta de la esquina de la plaza de la colonia Juárez que había albergado un campamento ilegal de migrantes, conocí a uno de esos supuestos intrusos, Chuck Muldoon. No cruzó la frontera sur de México; voló desde California, de donde es originario, inicialmente como turista.

Muldoon se graduó de una universidad de élite en 2019 con un título en lingüística y luego aprendió a programar de forma autodidacta. La lógica de la programación le recordaba a las complicadas estructuras gramaticales latinas que tanto le gustaba descifrar en la universidad. Consiguió un trabajo como programador, pero lo despidieron durante el segundo año de la pandemia. Poco después, un compañero de la universidad de Ciudad de México lo invitó a visitarlo durante unas semanas. Quedó encantado. A finales de 2021, con un nuevo trabajo que le permitía trabajar a distancia, uno de sus nuevos amigos mexicanos le ofreció alquilar una habitación. Aprovechó la oportunidad.

Muldoon se propuso aprender español lo antes posible y ha hecho amigos mexicanos en su mayoría, dijo. Tiene un permiso de residencia válido y paga impuestos por el dinero que gana en México. “Intento vivir de forma ética aquí”, me dijo. Cuando le pregunté por el impacto que los estadounidenses como él estaban teniendo en la cultura y la economía de la ciudad, dijo que intentaba ser consciente de su papel de forastero. “Cuando piensas en la palabra ‘gentrificación’, viene del latín y significa ‘gente’”. Muchos de sus compatriotas en Ciudad de México, dijo, “están dejando la gentrificación en sus propias ciudades”.

Lejos de tener una fortuna, Muldoon fue despedido recientemente de su trabajo tecnológico más reciente. Pero el costo de la vida relativamente bajo de la ciudad hace que no sea un desastre. “Ahora mismo, tengo ahorrado lo suficiente para vivir al menos el resto del año”, dijo. “Aquí, mis gastos son bastante bajos”.

No es solo la vida barata y con estilo lo que mantiene a Muldoon en México. Firmemente opuesto al gobierno de Trump, admira a Claudia Sheinbaum, la presidenta de izquierda de México, y a su partido, Morena. “A pesar de no poder votar en este país, me considero partidario de Morena, de lo que han hecho por el mexicano promedio”, dijo.

“Cada vez que la oigo hablar, como que me gustaría que pudiéramos tener eso”.

Desde  que ambos países nacieron, en luchas de las élites colonizadoras por la independencia de las potencias imperialistas europeas con pocas décadas de diferencia, México y Estados Unidos han ofrecido imágenes paralelas de lo que podría ser América. Ambas naciones nacieron en sangrientas conquistas y manchadas por el genocidio y la esclavitud. Pero los fundadores de Estados Unidos se veían a sí mismos como inocentes descubridores de un nuevo mundo, sin la carga del pasado y corriendo hacia un futuro sin límites. Sus documentos fundacionales se basaban en un credo de derechos individuales y libertad, aunque no para las personas esclavizadas.

Los americanos con orígenes peninsulares en el sur del continente, por el contrario, “sabían que América era un continente robado”, como escribe el historiador de Yale Greg Grandin en su nueva historia de las Américas. Las constituciones de las naciones que fundaron reflejaban esta comprensión de su herencia, insistiendo en el bienestar de toda la sociedad, no solo del individuo. “Si no se protegía a ambos”, escribe Grandin, “no se tendría ninguno”.

Ambos han fracasado a la hora de cumplir la promesa de sus ideales fundacionales. Pero hasta hace poco, la historia podría juzgar a Estados Unidos como el claro vencedor de esta apuesta continental. Se convirtió no solo en la nación más rica y poderosa de la tierra, sino también en el destino indiscutible de los migrantes más ambiciosos del mundo. México se ha enfrentado a muchas luchas —delincuencia, pobreza, corrupción, una economía estancada y un larguísimo periodo de gobierno tórpido y unipartidista— que han minado su enorme potencial, incluido el de su pueblo. Durante mucho tiempo, muchos millones de sus ciudadanos han votado con los pies, dirigiéndose al norte en busca de oportunidades.

Pero Estados Unidos, bajo el mandato de Trump, está abandonando antiguas alianzas que le dieron fuerza militar y diplomática, trastocando el sistema de comercio mundial que lo hizo fantásticamente rico y excluyendo a los migrantes que le dieron diversidad e innovación. Trump, al parecer, quiere rebobinar la historia y hacer retroceder a Estados Unidos. México tiene una nueva oportunidad de avanzar.

Sin duda, está plagado de innumerables problemas. Su economía está muy polarizada y es desigual, como si fueran dos Perús con una España sumada, bromeó conmigo el economista Santiago Levy, creando una nación que en el último cuarto de siglo no ha experimentado crecimiento de la productividad. Además, la adopción por Sheinbaum de los desastrosos planes de su predecesor de politizar el poder judicial plantea graves riesgos para el sistema político del país. Y aunque México ha eludido hasta ahora el escenario arancelario más catastrófico, su futuro económico sigue dependiendo de Estados Unidos, destino del 80 por ciento de las exportaciones mexicanas.

Sin embargo, hay motivos para la esperanza. Sheinbaum no solo ha actuado con rapidez en la búsqueda de acuerdos comerciales con otros socios importantes, sino que también ha respondido a las bravatas de Trump con una mezcla de dureza y moderación, por lo que muchos mexicanos (e incluso del propio Trump) la han elogiado. Su extraordinaria popularidad le da influencia, si decide utilizarla sabiamente, para transformar el país en una potencia económica y en un ejemplo de los valores de bienvenida que Estados Unidos ha abandonado. En mis numerosas conversaciones en el país, me quedé con una sensación de impulso y propósito.

Por ello, quizá no sea sorprendente que migrantes de naciones ricas y pobres por igual miren a México de nuevo, a pesar de sus retos, y se pregunten si podría ser el lugar para perseguir sus sueños de un futuro diferente.

The New York Times

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