Mi problema con Superman

Por Junot Díaz

The New York Times

Díaz es profesor de escritura creativa en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y autor de cuatro libros, el más reciente Islandborn.

Es posible que Superman sea uno de los personajes más reconocibles del mundo, pero antes de migrar a Estados Unidos desde República Dominicana, no lo conocía en absoluto. Sin embargo, cuando ya era un niño de 7 años en Nueva Jersey, no podía quitármelo de encima: los dibujos animados de los Super Amigos retumbaban a todo volumen y sus cómics estaban en las estanterías de todas las tiendas de la esquina. Y luego, un par de años más tarde, en 1978 —cuando yo aún batallaba para que mi inglés se aproximara a algo parecido a la fluidez—, Superman de Richard Donner, una sensación de taquilla, estalló el zeitgeist como el mismísimo Krypton.

Podrían pensar que un niño migrante como yo, al que le encantaban los cómics y los estudiaba en busca de pistas sobre cómo debía comportarme en este nuevo mundo, un niño migrante que estaba tan atormentado por su hogar perdido como Clark Kent está atormentado por su conexión espectral con Kripton, un niño migrante que también pensaba en su isla como una especie de Kripton (aunque la mía no fue destruida por un apocalipsis cósmico, sino por la banal logística de la migración), que también trabajaba con tres identidades (yo era alguien en el Estados Unidos angloparlante, otro distinto en el apartamento de mi familia que solo hablaba español y otro más en mis recuerdos de la República Dominicana), habría caído rendido ante Superman.

Sin embargo, no fue así. No como me pasó, por ejemplo, con Spider-Man. De hecho, yo era algo así como el anti-Superman del barrio. Siempre dispuesto a despotricar contra el último hijo de Krypton, siempre preparado con argumentos detallados que explicaban por qué ese superhéroe era tonto. ¿Qué puedo decir? Desde el primer día, el tipo me cayó mal. Estaban las cosas obvias, como lo bobo que era Superman como héroe, lo ridículamente anticuado que era su patriotismo de barras y estrellas: él amaba un país que yo nunca había visto. Mi Estados Unidos de basural era mucho más un territorio de supervillanos.

Podrían pensar que el origen migrante/refugiado de Superman habría representado un vínculo, pero incluso eso me irritaba. Claro que ambos procedíamos de otros mundos, pero la completa asimilación de Clark Kent, su passing, me parecía tan imposible como volar rápido para invertir el tiempo.

Superman podía ser el “Hombre del mañana”, pero ese era un mañana que no parecía que alguna vez fuera a llegar para alguien como yo, a quien unos completos desconocidos escupían por la calle o insultaban a diario con palabras ofensivas. La gente literalmente gruñía cuando veía mi cara morena o escuchaba mi acento dominicano.

Pero si simplemente me hubiera disgustado Superman del todo, habría sido más fácil. El problema era que, aunque el tipo me impactaba de muchas formas equivocadas, también me impactaba de muchas maneras extrañas que no podía simplemente ignorar. No paré de criticar a Superman, pero tampoco pude deshacerme de él, por mucho que lo intenté.

Con toda su simplicidad de cuatro colores, Superman es una figura tercamente compleja. Es imposiblemente humano, pero también es un auténtico extraterrestre. Es el más estadounidense de los estadounidenses, pero también es un migrante foráneo. Es el torpe Clark Kent y el supremo Superman y el atormentado Kal-El, y cada identidad refuerza y borra simultáneamente a las otras. Es un invasor alienígena que lucha contra invasores alienígenas, un hijo del apocalipsis que salva una y otra vez al mundo y a sí mismo de apocalipsis ideados por sus villanos.

Es una figura de una capacidad cataclísmica que se ve limitada para experimentar o promulgar un cambio real, alguien atrapado como casi todos los héroes de cómic en lo que Umberto Eco denominó un “clima onírico”, un entorno atemporal e irreal que prohíbe las transformaciones sistémicas de cualquier tipo. (Por eso el todopoderoso Superman no acaba con todas las guerras y la aparición de Wakanda no altera nada de su mundo). Es un Mister Rogers que llora sin cesar por su Krypton perdido. Es el verdadero Ángel de la Historia de los Inmigrantes, arrastrado por una tormenta exterminadora desde su antiguo mundo a uno nuevo, pero siempre intentando vislumbrar la catástrofe tras él.

Para un migrante como yo, que no quería pensar en sí mismo como migrante, pero que no estaba en condiciones de negárselo a nadie, Superman era un presagio inoportuno. Otras personas podrían darse cuenta de su condición de extranjero y olvidarla rápidamente, pero yo no podía dejar de verla, y como no podía dejar de ver la suya, tampoco podía dejar de ver la mía.

Incluso me molestaba su abrumador poder muy estadounidense. Tal vez era porque yo había crecido en un país que se recuperaba de su propio superhombre dictatorial o porque mi familia, durante la invasión estadounidense de 1965, había experimentado en carne propia lo que Estados Unidos podía hacer a personas con mucho menos poder. Fuera cual fuera el motivo, no me reconfortaba la quimérica combinación de Superman: un boy scout y unos hiperpoderes que destruyen el mundo. Es a la vez demasiado familiar y demasiado extraño. Una figura cultural omnipresente, irrisoria y aterradora a la vez, que plantea muchos más “problemas” de los que resuelve.

Superé mi fase Spider-Man, mi fase X-Men, mi fase Akira, pero nunca pude liberarme del todo de Superman. No era una maldición ni una obsesión, pero cuanto más envejecía, más me encontraba rastreando inconscientemente lo que la escritora y académica Wai Chee Dimock llamó su resonancia: “las frecuencias viajeras de los textos literarios: frecuencias recibidas y amplificadas a través del tiempo, alejándose cada vez más de sus puntos de origen, provocando vibraciones inesperadas en lugares inesperados”.

Sentí curiosidad por los orígenes de Superman como creación literaria, el material precursor del que surgió. Leí Gladiator de Philip Wylie y Doc Savage de Lester Dent. Leí Juan Raro de Olaf Stapledon y los libros de John Carter de Edgar Rice Burroughs, de quien el primer Superman era una inversión obvia. John Carter viaja a Marte, donde la menor gravedad le otorga poderes increíbles, incluida la capacidad de trepar edificios altos de un solo salto. Superman, del mismo modo, viaja a la Tierra, donde los rayos amarillos del sol le otorgan casi todos los poderes imaginables. Al igual que John Carter, Superman no es solo un prodigio físico, sino también moral. Eso es lo que lo diferencia, y lo sitúa por encima, de la gente a la que va a cuidar, o gobernar.

Al final, empecé a obsesionarme con un tipo concreto de Superman.

Existe un subgénero de historias de Superman, pastiches de Superman que existen fuera de la franquicia oficial. Este superhéroe tiene más clones, más duplicados, más imitaciones que nadie: lo que el villano Bizarro (él mismo una copia imperfecta de Superman) llamaba sus “duplicados perfectos imperfectos”. Estas historias sacan a Superman de su purgatorio onírico. Hacen que él y sus aterradores poderes generen consecuencias, y exploran en lugar de suprimir las inquietantes contradicciones que Superman representa.

El maestro de este género es el legendario guionista de cómics Alan Moore. Escribió las que se consideran las mejores historias de Superman —El hombre que lo tenía todo y ¿Qué fue del hombre del mañana?— historias cuyo rechazo a pasar por alto las pérdidas de Superman dotaron al personaje de una aflicción casi desgarradora. Pero Moore también escribió las dos historias perfectas imperfectas más influyentes de duplicados de Superman: la muy alabada Watchmen y la menos conocida Miracleman.

En mi opinión, no hay una historia de Superman mejor y más oscura que Miracleman, en la que el gobierno británico crea superhéroes y los controla mediante una alucinación tipo Matrix (otro clima inmutable), donde los supervillanos son un antiguo científico nazi y un superpsicópata tan genocida que hace que Thanos parezca Jimmy Olsen. Cuando nuestros superhéroes luchan, destruyen Londres y matan a cientos de miles de personas. Nuestro héroe, Miracleman, “gana” la batalla, pero antes de que puedas decir “¡Kimota!” se apodera del planeta, imponiendo a la humanidad una dictadura utópica benigna en la que se destierran muchos de los males de la civilización y todos pueden obtener supercuerpos y en la que la humanidad normal y corriente se extingue lentamente.

Fin.

Miracleman es la razón por la que tenemos historias como The Boys, protagonizada por el héroe sociópata de las barras y las estrellas Homelander; es el cómic que más se acerca a ser la última palabra sobre el mito del Hombre del Mañana. Fue en historias como estas, que siguen la lógica apocalíptica que sustenta a un héroe todopoderoso hasta su conclusión exterminadora, donde Superman por fin me pareció genuino.

Si, como observa el historiador Julian C. Chambliss, “los cómics y los superhéroes ofrecen un medio distinto para comprender la cultura estadounidense”, entonces el subgénero de los duplicados perfectos imperfectos de Superman ofrece un medio para luchar con la naturaleza del hegemónico poder estadounidense, un poder que estas historias sugieren que podría estar menos relacionado con la libertad y la justicia que con la muerte masiva y su olvido casi inmediato. Fue en estos clones de Superman donde encontré al Superman que había buscado durante mucho tiempo, en el que podía creer.

El viernes llega a los cines una nueva película de Superman. Aún no la he visto, pero estoy seguro de que cumplirá todos los requisitos habituales: Superman volará, luchará contra otros superpoderes, cortejará a Lois, actuará como un salvador. Lidiará con sus tres identidades de forma desordenada, pero al final sin duda se decantará más por su lado humano/estadounidense, porque, por supuesto que sí. Será diferente de los otros superhombres que lo precedieron, pero no demasiado, y naturalmente seguirá atrapado en el clima intemporal de Umberto Eco: a pesar de toda su actividad salvadora por el mundo, será incapaz de cambiar realmente el planeta o a sí mismo.

Pero no importa lo que nos venda esta nueva película de Superman, Superman siempre contendrá en su interior, y estará poseído, por otras historias más extrañas. Puede que el tipo sea tan estadounidense como la tarta de manzana, pero también es más extranjero que un extranjero, es un auténtico extraterrestre.

Evidentemente, es un momento incómodo para que un refugiado estadounidense amante de la paz como Superman vuelva a nosotros. Estamos en una época en la que alguien como Clark Kent, un periodista indocumentado de tendencia liberal, podría ser fácilmente interceptado por esbirros del gobierno enmascarados y sin identificación. Podría ser golpeado, encarcelado e incluso deportado a Sudán o Jarhanpur sin el debido proceso.

¿Qué podría hacer un Clark/Superman/Kal-El en una situación así? ¿Qué historias podría despertar tal injusticia?

Alexis de Tocqueville escribió que “hay ciertas verdades que los estadounidenses solo pueden aprender de los extranjeros”, y yo añadiré que también hay verdades que los estadounidenses solo pueden aprender de quienes llama extranjeros, pero que no lo son.

Verdades sin las cuales nuestra democracia no sobrevivirá.

Superman, como la nación que lo creó, contiene muchas historias contradictorias, pero la pregunta a la que todos debemos enfrentarnos siempre es: ¿A cuáles haremos caso? ¿Las historias que nos aprisionan emocionantemente en la fantasía de nuestro excepcionalismo aniquilador? ¿Las historias de invasores extranjeros y en las que hay que vengarse en una guerra interminable y díscola? ¿O las historias foráneas que nos recuerdan lo vulnerables que somos todos, lo mucho que necesitamos la ayuda de los demás?

No hace falta la Liga de la Justicia para saber que nuestro mundo está en peligro: las desigualdades abismales, las calamidades climáticas y el aumento de la irracionalidad nos amenazan a todos. Lo que se necesita en tiempos como este, citando a Frederick Douglass (quien lo sabía todo sobre el mal de las monstruosas superpotencias), “no es la luz… sino el fuego; no es la suave lluvia, sino el trueno. Necesitamos la tormenta, el torbellino y el terremoto”.

Lo que hace falta, si me permiten decirlo, es Superman.

Pero no él.

El otro, múltiple:

Nosotros.

The New York Times

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