Milei: Cuando la forma derrota al fondo
Andrés Vander Horst
En política, no todas las derrotas pesan igual. La que sufrió Javier Milei en la provincia de Buenos Aires no se mide solo en números: es un golpe a la columna vertebral de su proyecto. Allí habita casi el cuarenta por ciento del electorado argentino y, con ello, la llave simbólica de la gobernabilidad. Perder en ese territorio no es un tropiezo menor; es una señal de alarma que anuncia que el piso de legitimidad comienza a resquebrajarse.
Las explicaciones inmediatas son conocidas. El escándalo de corrupción que salpicó a su entorno íntimo quebró la narrativa del outsider incorruptible. Los costos sociales de un ajuste feroz golpearon el salario, el empleo y la vida cotidiana con una rapidez implacable. Y el impacto simbólico de la derrota en el distrito más influyente fortaleció a la oposición y abrió dudas sobre la viabilidad de sus reformas. Sin embargo, ninguno de estos factores por sí solo explica el deterioro de su liderazgo.
Lo que erosiona a Milei es un elemento más sutil y a la vez más devastador: las formas. En política, el fondo tiene peso, pero son las formas las que deciden si el pueblo lo acepta o lo rechaza. El estilo es en la política lo que la respiración al cuerpo: apenas se nota cuando fluye, pero sofoca cuando se interrumpe. Y es justamente ahí donde Milei ha convertido su mayor atributo electoral en un obstáculo de gobierno.
Durante la campaña, su personaje desafiante, agresivo y teatral resultaba funcional. Esa voz altisonante, ese gesto irreverente, esa furia contra el statu quo eran percibidos como autenticidad frente a una clase política agotada y desprestigiada. El insulto parecía valentía, la intolerancia se leía como intransigencia moral. Su performance agitadora era parte del atractivo: un rebelde que prometía dinamitar los privilegios de siempre.
Pero gobernar no es lo mismo que agitar. La presidencia exige serenidad, templanza, oficio de escucha. Requiere la habilidad de inspirar confianza no solo en los convencidos, sino también en quienes dudan. Milei nunca hizo la transición del candidato incendiario al estadista que construye consensos. Trasladó la retórica del atril al sillón de Rivadavia, confundiendo la confrontación con la conducción. Lo que en campaña era irreverencia hoy suena a intolerancia; lo que antes se entendía como franqueza ahora se percibe como soberbia intelectual.
La historia enseña que el ego desbocado es una enfermedad terminal del poder. Los líderes que trascienden son los que aprenden a domesticarlo. Reagan, con una agenda igualmente liberal en lo económico, supo aplicar reformas profundas sin descuidar la comunicación optimista y cercana. Era “el gran comunicador” no porque gritara más fuerte, sino porque transmitía esperanza. Incluso frente a la Unión Soviética combinó firmeza con humor, convicción con humildad, mostrando que la forma puede sostener al fondo y no derrotarlo.
En Milei ocurre lo contrario. “La forma Milei” se ha convertido en su talón de Aquiles. Si no comprende que la política es, antes que nada, convivencia y respeto, su capital político se agotará mucho antes de que sus reformas muestren frutos. El poder, por naturaleza, desgasta; pero el desdén y la arrogancia, más que acelerar ese desgaste, lo convierten en ruina anticipada.
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