Texto integro de la homilía de monseñor Jesús Castro Marte, obispo de la Diocesis de Higuey en el Día de Nuestra Señora de la Altagracia
A continuación texto íntegro de la homilía
Queridos hermanos y hermanas:
Higüey
Inicio esta reflexión reconociendo el júbilo, la fraternidad y la comunión que ha concitado la celebración del centenario de la Coronación Canónica de Nuestra Señora de La Altagracia en el pueblo cristiano y en los hombres y mujeres de buena voluntad. Es decir, la Madre de Dios nos está movilizando a vivir la sinodalidad: a peregrinar juntos, a orar juntos y a santificarnos juntos.
Aquel histórico 15 de agosto de 1922, cuando se efectuó la proclamación de María como la Protectora del pueblo dominicano en la Puerta del Conde, Ella nos fue presentada como “signo de nuestra identidad y de la soberanía nacional”. Este motivo hace del 2022 un año muy especial para la Nación Dominicana.
Es decir, en el mismo lugar donde se proclamó también la independencia nacional en la noche del 27 de febrero, la madre de los hombres y mujeres libres fue elevada como estandarte de un país libre de toda dominación y esclavitud; como signo de la fe de un pueblo creyente que no pierde la esperanza. Por ello, el gesto de la Coronación canónica evoca nuestros valores nacionales del “ser quisqueyano”, y crea un vínculo de unidad.
Estamos ante la primera Advocación mariana del Nuevo Mundo, Madre espiritual y Protectora que ha peregrinado con su pueblo en los momentos decisivos de la conformación de nuestra identidad. La Virgen tricolor se constituye en nuestra bandera, pues ya estuvo el 21 de enero de 1691 en la Batalla de Sabana Real de La Limonade, y posteriormente se erige en defensora de los ideales duartianos y en protagonista, junto a sus hijos, de la gesta de la Independencia. Por ello, en el momento en que la patria mancillada por la presencia invasora reclamaba la vuelta a la soberanía, en el momento de la amargura, estaba Ella como signo de esperanza y valentía, alimentando con su pasión materna a un pueblo con vocación de Libertad.
María es igualmente un modelo de escucha humilde y atenta de la Palabra de Dios, que al aceptar el mensaje que el ángel Gabriel le comunica, no solo escucha, sino que encarna la Palabra de Dios, que no solamente es creída por su Pueblo, sino que además se Encarna en su seno. A partir de ese momento: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).
Esta es la actitud que el cristiano ha de adoptar ante la Palabra de Dios, pero en muchas ocasiones actuamos como el Rey Acaz, de quien nos habla la primera lectura de hoy. Quien, ante un escenario de guerra, crisis e incertidumbre, prefiere fiarse de los poderes humanos antes que confiar en la promesa de Dios, comunicada a través del profeta Isaías. Dios quiere decididamente la salvación de su pueblo y trata de evitar que la determinación de su rey lo conduzca a la destrucción. Por ello, le invita a pedir una señal divina; sin embargo, nos encontramos con una actitud ambigua del rey: “Por una parte, parece tener tanto respeto al Señor que teme ponerlo a prueba; pero, por otra, parece que ante la inminente amenaza confía más en el poder humano”. A pesar de todo, Dios mantiene la promesa de proteger al pueblo, con el signo profético del Emanuel –Dios con nosotros–.
El rey Acaz y el pueblo tuvieron que pagar un precio muy alto por no obedecer a Dios y fiarse de las seguridades humanas; más, por el contrario, cuando seguimos el ejemplo de la Hija de Sión, la Virgen María, de absoluta obediencia a la Palabra de su Señor, somos fecundos, dando frutos que perduran, frutos para la vida eterna. Esta enseñanza nos ha de interpelar profundamente: ¿cuándo estamos ante una situación difícil, de crisis, dudas e incertidumbre, en quién depositamos nuestra confianza? ¿Preferimos aferrarnos a las seguridades humanas como el rey Acaz, o confiar plenamente en Dios como la virgen María?
En la Madre de Dios podemos encontrar el referente de cómo actuar en las diferentes circunstancias de la vida. Ella, que supo acompañar a su Hijo Jesús hasta los pies de la cruz, en donde nos fue dada como “Madre espiritual” de los creyentes en la persona del discípulo amado, sigue peregrinando junto a nosotros en la historia, intercediendo por nuestras necesidades particulares y las del pueblo ante su Hijo Jesucristo, como lo hizo en las bodas de Caná (Jn 2, 1ss), al percatarse de la necesidad humana representada por la falta de vino. En este episodio la madre de Jesús pronuncia unas palabras que anticipan su misión en la Iglesia: “Hagan lo que él les diga” (Jn 2, 5). Bendita palabra de María. No volverá a pronunciar palabra en todo el Evangelio, pero con eso nos bastará para saber lo que Ella desea y lo que puede hacer: “Conducirnos a los pies de su Hijo como discípulos para hacer la voluntad de Dios”.
En esta celebración litúrgica oramos de manera muy especial por el pueblo dominicano, para que permanezca firme en la fe y confiado en la promesa de que Dios no abandona a sus hijos en los tiempos difíciles que vivimos, generados por la inflación, la violencia, la corrupción y sobre todo por la pandemia del Covid-19. Muchas familias han perdido seres queridos, a lo que se suman el estrés, la ansiedad, la depresión, el insomnio, ocasionados por problemas de salud física y mental, el confinamiento, tener que cambiar los hábitos, así como debido a las presiones económicas. La solución no está en quedarse encerrados, en las drogas y en el alcohol, sino en acudir a los pies de Jesús, que nos dice: “Vengan a mí los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 111, 28).
Hemos de reconocer que son muchos los desafíos que tenemos como país, donde la carga del día a día sobre los hombros de las familias dominicanas, sobre todo de las más pobres, se vuelve muy pesada con el encarecimiento de los productos de primera necesidad y los combustibles. Esta presión, agregada a la del Covid-19, se empieza a tornar preocupante y la gente manifiesta su angustia. Hay que actuar al respecto: las leyes del mercado no deben primar sobre la persona humana necesitada; es aquí donde el Estado ha de intervenir a través de políticas públicas que propicien el bienestar de la mayoría. Confiamos en que la actual administración pondrá sus oídos en el corazón del pueblo para escuchar las angustias y preocupaciones que le atormentan, y brindarle soluciones reales a esta problemática. Entendemos que la política no ha de ser entendida desde las concepciones de una determinada, y errónea, visión de la modernidad, según la cual su objeto es el poder, pues su naturaleza sigue siendo la consecución del bien común. Aspiramos a que el accionar de nuestros políticos se corresponda con este fin –el bien común–, que se contemplen a sí mismos como servidores públicos e imiten el ejemplo de la virgen María, siempre humilde y obediente a la Palabra de Dios, sin ninguna vacilación como el rey Acaz. Saludamos con alegría las acciones puntuales que el gobierno ha logrado promover, a favor del país y de los sectores más empobrecidos, a pesar de la pandemia.
En este contexto, quisiera traer a colación las líneas programáticas del reinado de Dios que Jesús nos deja en el sermón de la montaña (Mt 5,1ss), que implica trabajar en favor de los pobres, afligidos, desposeídos, de la justicia y la paz. Hoy abundan los pobres y desposeídos de salud y sin un empleo digno que les permita llevar el sustento a su hogar, realidad ante la cual no podemos permanecer indiferentes. Cabría preguntarse a cuántas familias dominicanas la corrupción pública ha despojado por generaciones de su derecho a la salud, la educación, la justicia y una mejor calidad de vida, al apropiarse indebidamente de los recursos del erario.
Ese anhelo de justicia del pueblo dominicano, que ante las actuaciones del Ministerio Público ha iniciado a recuperar la confianza en el Sistema de Justicia, debe afianzar la necesidad de una real independencia del ente que representa el interés público ante el Poder judicial, y órgano ejecutor de la política poco clara del Estado. La lucha contra la corrupción y la impunidad no debe detenerse, pero ha de alcanzar a los del pasado, a los del presente y a los del futuro.
También se hace urgente trabajar por una cultura de paz, pues las manifestaciones de violencia en todos los órdenes, que se registran a diario en diferentes localidades, parecen dar señales de una sociedad enferma. Al respecto, los obispos dominicanos, en la Carta Pastoral de este año, catalogan esta problemática social como “La pandemia de la violencia”, ante el hecho de que, a diario, en algún lugar del planeta, se derrama sangre inocente. Y agregan: “El ser humano, nacido para amar y vivir en la paz, ha estado inmerso en el odio, en el terror y en la violencia… Este espíritu de violencia, lamentablemente parece que se ha ido adueñando de algunos pueblos”.
A pesar del complejo contexto mundial y de la difícil situación social que atravesamos como país, no podemos desfallecer en la fe ni caer en el pesimismo. Hemos de ser audaces, valientes y propositivos. Sobre esto alertaba el papa Francisco, al indicar que la “situación que estamos viviendo, marcada por la pandemia, en muchos genera preocupaciones, miedo y malestar; se corre el riesgo de caer en el pesimismo, el riesgo de caer en ese cierre y en la apatía”. Pero “Dios está presente en la historia de la humanidad, es el “Dios con nosotros”, Dios no está lejos, siempre está con nosotros, hasta el punto de que muchas veces llama a las puertas de nuestro corazón. Dios camina a nuestro lado para sostenernos. El Señor no nos abandona; nos acompaña en nuestros eventos existenciales para ayudarnos a descubrir el sentido del camino, el significado de lo cotidiano, para infundirnos valentía en las pruebas y en el dolor. En medio de las tempestades de la vida, Dios siempre nos tiende la mano y nos libra de las amenazas”.
Hermanos y hermanas presentes y los que nos siguen a través de los diferentes medios digitales, transmitamos esta “buena noticia” del Evangelio de Cristo, en este Año Altagraciano que la Iglesia dominicana está promoviendo para renovar su compromiso con la Nueva Evangelización, en respuesta a la vocación que Dios nos ha concedido, haciendo de este Pueblo la Iglesia Primada de América, concediéndonos tener por madre a la Santísima Virgen de La Altagracia, primera advocación mariana del Nuevo Mundo.
Hemos de seguir siendo sal que da sabor al mundo, en medio de una sociedad y una cultura que tienden a ser sosas por haber rechazado los valores evangélicos, pero que esperan de la Iglesia testimonio, entrega y los tesoros de la Palabra y de los sacramentos. La Iglesia no rechaza al que piensa diferente, al contrario, abre sus puertas y acoge a todos en su seno con amor y misericordia, pero permaneciendo fiel al Evangelio, y por ello será siempre signo de contradicción.
Aprovecho este momento de gran alegría para saludar a la gran comunidad de cristianos no católicos de la Republica Dominicana, a los de tradición católica no romana, a los de tradición protestante, a los movimientos pentecostales, saludamos a todos con cariño fraterno, sin prejuicios. Insisto en que tenemos más elementos que nos unen que los que nos separan, ojalá que, en los años por venir, en la Plaza de esta Basílica, que es casa común del Pueblo dominicano, nos encontremos en la jornada de oración por la unidad de los cristianos, que concluye cada año con la celebración de la conversión del apóstol san Pablo, y de un modo fraterno demos el testimonio de la unidad que Cristo nos encomendó vivir.
Este año la Iglesia promueve los valores altagracianos, la Familia y la vida. La Altagracia es el belén dominicano, es el patio y el espacio de la oración común de todos los quisqueyanos, es el lugar al que peregrinamos de la mano de la Sagrada Familia, es el hogar donde el amor materno de María nos acoge a todos sin distinción alguna. Este año renovamos nuestro amor por Nuestra Señora de La Altagracia y, como hace cien años, seguimos proclamándola a todo pulmón como Reina y Protectora del Pueblo Dominicano.
Virgen Santísima de La Altagracia, ampara y defiende al Pueblo Dominicano que te corona y proclama su sola Reina y Soberana.
¡Que viva la Virgen de La Altagracia!