Narrativa “El soplón” Cuento de José Acosta (República Dominicana)
El libro de José Acosta, «Un kilómetro de mar» obtuvo el Premio Casa de las Américas 2015, en la categoría de Literatura Latina en los Estados Unidos
Fotografía cortesía del autor para Trasdemar
Desde la Revista Trasdemar presentamos la colaboración del autor José Acosta (Santiago, República Dominicana, 1964). Poeta y narrador. Desde 1995 reside en Nueva York. Ha ganado en siete ocasiones el Premio Nacional de Literatura de la República Dominicana, el más importante del país, en los géneros de novela, cuento y poesía.
En 2010, una novela suya estuvo entre las 10 finalistas del XV Premio Fernando Lara de Novela, de la editorial Planeta, y en 2011, fue finalista del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, de Francia. En 2016, el Banco Central de la República Dominicana editó e incluyó en su Colección Bibliográfica su novela La tormenta está fuera.
Compartimos en nuestra sección de Narrativa un cuento de su autoría, “El soplón“.
El anciano se llamaba don Tito Corona, un ricachón de Puerto Plata famoso entre sus vecinos por su carácter socarrón, quien se pasaba todo el santo día en el porche de su vivienda, arrellanado en una mecedora, viendo, según su propia expresión, cómo se iba desmoronando el mundo.
JOSÉ ACOSTA
Un auto de lujo se estacionó frente a la casa solariega; del vehículo, un Mercedes-Benz color plomo, salió un hombre entrado en años, de talante esquivo, vestido con traje y corbata y tocado con un quepis. El hombre miró con aire desconfiado la fachada de la vivienda, y al ver a un anciano en pijama sonriéndole amigablemente le preguntó si aquella era la residencia del señor Demóstenes Escarramán. Soy yo, contestó el nonagenario ocultando su eterna sonrisa bajo un gesto de gravedad.
El hombre palideció; un brillo de terror se posó en sus ojos. Demóstenes Escarramán vivía en la casa de al lado y era un secreto a voces en toda la ciudad que el individuo era un soplón de Trujillo, miembro del Servicio de Inteligencia Militar, brazo armado de la tiranía, conocido como el SIM. El anciano se llamaba don Tito Corona, un ricachón de Puerto Plata famoso entre sus vecinos por su carácter socarrón, quien se pasaba todo el santo día en el porche de su vivienda, arrellanado en una mecedora, viendo, según su propia expresión, cómo se iba desmoronando el mundo.
Perdón, señor Escarramán, la verdad es que lo hacía más joven. El anciano le dirigió una mirada torva. ¡Para servir al Padre de la Patria Nueva, le dijo, no hay edad! ¡Con tener buenos oídos y buena lengua basta y sobra! Y usted, ¿quién es? Ah, perdón, señor Escarramán, me llamo Lucas, Lucas Gómez, y soy el chofer del doctor Rodríguez. ¿El médico o el abogado?, quiso saber don Tito. El abogado.
El nonagenario torció la boca con una mueca de viva repulsión y le
dijo a su mandadero, quien estaba cerca de él regando el jardín, que abriera el portón de la verja y dejara pasar al visitante. Y trae otra silla, Hipólito, agregó. ¿Y qué vientos lo traen por aquí?, le preguntó a Lucas cuando lo tuvo sentado a su lado. El hombre se quitó el quepis y comenzó a manosearlo con movimientos nerviosos. Vengo a denunciar una trama contra el régimen, soltó
de un tirón y respiró hondo, como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Una trama, repitió don Tito.
Así es, repuso Lucas; están entrenando a un grupo de desafectos al gobierno en
la sierra, con el propósito de matar a Trujillo. Lo contaron todo delante de mí. Yo iba conduciendo, pero usted sabe, señor Escarramán, uno también tiene oídos. Don Tito miró al hombre con una nota de suspicacia y le preguntó qué quería a cambio de su denuncia. La boca de Lucas dibujó una tímida sonrisa. ¿Qué puedo yo querer, señor Escarramán?, expresó.
Solo deseo cumplir con un deber ciudadano. Don Tito lo fustigó agriamente: ¡A mí no me venga con recatos de quinceañera, coño, pedazo de mierda! ¿No se da cuenta de la gravedad del asunto? ¡Usted va a salvar el país! ¿Y no quiere nada a cambio? ¿No le suena raro? ¿Me está tratando de joder, hijo de su maldita madre? Lucas, perplejo ante aquella andanada de insultos, se estremeció. Sus manos temblaban. ¡Pida, coño, pida lo que le dé su maldita gana! ¡Es a Trujillo a quien está salvando! El hombre sudaba. El quepis se le resbaló de las manos y cayó al piso y él no tuvo el valor de recogerlo. Bueno, dijo al fin con voz trémula y avergonzada, si usted lo dispone así, señor Escarramán, me gustaría que me dejaran quedarme con el auto.
¡Excelente!, exclamó el nonagenario. ¡Así me agrada! Usted quiere denunciar a su patrón, al doctor Rodríguez, a cambio de su auto. ¿Escuché bien? Lucas asintió. Recogió el quepis, lo limpió con el antebrazo y se lo puso. Don Tito le preguntó cuántos años tenía al servicio del abogado y el hombre contestó que desde que tenía uso de razón. Mi madre era la cocinera de la casa y yo prácticamente me crie con la familia. ¿Y tiene usted alguna idea de las consecuencias de su denuncia? Lucas se quedó mirándolo, esperando una explicación. El SIM se presentará en casa del doctor Rodríguez, se lo llevarán a la cárcel «La 40», lo meterán en una mazmorra y allí le darán una pela con un chucho.
Lucas rio, vengativo. Y falta más, continuó el anciano. A su patrón le bajarán los pantalones, le agarrarán los cojones (don Tito, para hacerlo más gráfico, se llevó las manos a la entrepierna), los pondrán encima de un yunque y ¡pam, pam, pam! los majarán hasta hacerlos puré con una mandarria de acero, los rebanarán con una navaja, ¡zas!, y se lo harán comer. A Lucas se le
desencajó el semblante. ¿Eso le harán?, dijo; tragó en seco. La nuez del cuello le convulsionó.
Don Tito, severo el semblante surcado de arrugas, los pelos de las cejas erizados como cepillos, guardó silencio con el objeto de aguardar hasta que el hombre asimilara en toda su crudeza la descripción de la tortura. Un auto, dijo después, un maldito auto es lo que cuesta para usted la vida del doctor Rodríguez. ¿De veras cree usted que la vida de un hombre puede intercambiarse por esa porquería? Lucas, desconcertado, no supo qué contestar. Vamos, Lucas,
lo animó el nonagenario; póngase en lugar de su patrón. ¿Cree usted que la vida suya vale un auto?
Pero estamos hablando de un traidor, se envalentonó el hombre. Don Tito, al escucharlo, se sacudió de tal modo que la mecedora crujió como si fuera a resquebrajarse. ¡Traidor!, explotó. ¡Usted se atreve a hablar de traición! ¡Usted que viene a darle el beso de Judas a la persona que le da de comer! ¿Por qué cree que el doctor Rodríguez reveló la trama de la sedición delante de
usted? ¿Porque creía que tenía al volante a un muñeco de trapo? No, Lucas. El abogado lo puso en el secreto por considerarlo a usted un hombre de su entera confianza, un miembro de su familia.
El anciano resopló. Lucas, agregó, la vida de un hombre, aunque sea un traidor a la patria como usted lo considera, no vale una porquería de auto, vale más. ¡Y yo quiero, coño, que me diga qué otra cosa usted quiere que el gobierno le dé a cambio de esa vida! Lucas, irresoluto, no sabía qué hacer. Miraba al anciano y luego la calle con semblante desvalido. Un sudor helado le corría por la espina dorsal. Pues, si usted lo dispone así, señor Escarramán, déjenme también la casa. ¿La casa del doctor Rodríguez? Sí, contestó nervioso Lucas, temiendo otra increpación. Don Tito se quedó pensativo. Me parece bien, concedió y el
hombre exhaló un largo suspiro de alivio. Pero nos hemos olvidado de otro detalle, Lucas.
¿De cuál? De la familia del abogado. Porque si se trata de la persona en quien estoy pensando, del doctor Rodríguez, el que tiene un bufete de abogados frente al parque Central, es un padre de familia, con cinco hijos casaderos, si mal no recuerdo. Lucas asintió. ¿Qué tiene que ver la familia del patrón en esto?, preguntó. Y don Tito, casi en un susurro, como si sus palabras no
tuvieran peso alguno, reveló que cuando el régimen descubre a una rata, le pega fuego también a la madriguera.
La esposa del doctor Rodríguez y todos sus hijos serán perseguidos por el SIM y pasados por las armas. El viejo estalló en unas carcajadas tan intempestivas que crearon el mismo efecto que una maldición gritada en medio de un oficio religioso. Lucas, pálido de pavor, lo miró con repugnancia. Se puso en pie y cuando iba a anunciar su partida, el nonagenario le ordenó que se sentara. ¡Todavía no hemos terminado, coño! ¿Qué mierda es? Ya hicimos un
trueque, ¿cierto? Cambiamos la vida de un hombre por un auto y una casa. ¿No es así? Lucas asintió y bajó la cabeza esperando lo peor. Ahora la cosa se le complica, Lucas. Ahora tenemos seis vidas más, la de la esposa del abogado y la de sus cinco hijos. ¿Cómo se llama la esposa del abogado?, inquirió mirando a su víctima. Doña Aurora, murmuró el hombre sin levantar la cabeza. ¿Cómo? ¡No lo escucho! Doña Aurora, volvió a murmurar Lucas.
¡Hable duro, carajo, hable como un hombre, basura de mierda! ¡Póngase a la altura de las circunstancias! ¿No se da cuenta de que está escribiendo páginas señeras de la historia dominicana? ¡Está evitando, coño, que maten al presidente! Pero ya el hombre estaba hecho un ovillo en la silla, el rostro pálido, las manos trémulas aferradas al quepis como un náufrago a una tabla salvadora. Doña Aurora, dijo con voz quebrada y comenzó a sollozar.
El anciano alargó una mano rocosa y manchada, de dedos nudosos, y la posó como un arácnido disecado en la rodilla del hombre. Váyase, Lucas. La patria está en deuda con usted. Regrese cuando encuentre en este mundo algo con tal valor que pueda intercambiarse por la vida de un ser humano. El hombre se puso en pie. Recuerde esto, Lucas, agregó el nonagenario.
Cuando usted le quita una moneda a alguien, no se queda solamente con la moneda, se queda con el hecho de haber despojado a ese alguien de esa moneda. La moneda le puede durar un minuto, un mes y hasta veinte años; pero el hecho, Lucas, el hecho dura toda la vida, no lo abandona jamás. Se mantiene pegado a usted como su propia sombra.
El hombre bajó los escalones del porche sumido en un profundo silencio. Cuando cruzaba el portón, Lucas se volvió y dijo: Usted no es Escarramán, ¿verdad? No, Lucas, respondió el anciano, yo no soy Escarramán. Se ha equivocado de puerta. Escarramán vive en la casa de al lado. Usted, mi sirviente Hipólito y yo somos el pueblo llano, y estamos en el lugar de nuestro
país que nos corresponde. Escarramán es el régimen de Trujillo, y el régimen de Trujillo está en todas partes. Para denunciar la trama de una conspiración contra Trujillo, no tenía que venir tan lejos. Con vociferarla en medio de cualquier calle bastaba y sobraba para que llegara a los oídos de la dictadura. Lucas salió a la calle cabizbajo, se montó en el auto y desapareció.
José Acosta (Santiago, República Dominicana, 1964). Poeta y narrador. Desde 1995 reside en Nueva York. Ha ganado en siete ocasiones el Premio Nacional de Literatura de la República Dominicana, el más importante del país, en los géneros de novela, cuento y poesía. Entre sus obras se encuentran los poemarios Territorios extraños (Premio Nacional de Poesía “Salomé
Ureña de Henríquez” 1993), El evangelio según la Muerte (Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” 2003), y Viaje al día venidero (Premio Nacional de Poesía “Salomé Ureña de Henríquez” 2016); los libros de cuentos El efecto dominó (Premio Nacional de Cuento Universidad Central del Este 2000), Los derrotados huyen a París (Premio Nacional de Cuento “José Ramón López” 2005), y El patio de los bramidos (Premio Nacional de Cuento “José Ramón López” 2015); y las novelas Perdidos en Babilonia (Premio Nacional de Novela “Manuel de Jesús Galván” 2005), La multitud (Premio Nacional de Novela “Manuel de Jesús
Galván” 2011), y Un kilómetro de mar (Premio Casa de las Américas 2015, en la categoría de Literatura Latina en los Estados Unidos).
En 2010, una novela suya estuvo entre las 10 finalistas del XV Premio Fernando Lara de Novela, de la editorial Planeta, y en 2011, fue finalista del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, de Francia. En 2016, el Banco Central de la República Dominicana editó e incluyó en su Colección Bibliográfica su novela La tormenta está fuera.