Ni sueñen con esos muchachos

José Luis Taveras

Los zoomers o zennials (generación Z) nacieron entre la mitad de los noventa y mediados de la primera década del presente siglo. Hoy se mueven entre los 20 y 30 años. Su escudo de armas es la rebeldía, pero desde la inercia. Son radicales, se sienten incomprendidos y pierden empatía con su mundo, a pesar de haber crecido entre copos de algodón y conexión tecnológica. Maduraron con el wifi, los smartphones, las plataformas digitales y la IA.

Según el X Censo Nacional de Población y Vivienda, el 32 % de la población tiene entre 15 y 35 años, y la edad promedio del dominicano es de 29 años. Como sociedad joven, la nuestra se reparte predominantemente entre las generaciones X y Z.

Los muchachos de tales camadas crecieron bajo la sobreprotección parental, particularmente en las clases media alta y alta. A pesar de tal sombra, viven aislados, inseguros y adictos al wifi. Su dependencia digital sustituye otros vicios que en su momento modelaron pasadas generaciones, como lo fue la marihuana en los sesenta y los setenta; así, estudios hechos en Estados Unidos y Europa muestran que el consumo del alcohol y el tabaco disminuyen entre los Z, no así la pornografía ni los videojuegos.

Se trata de una generación estresada, volátil y temerosa del futuro, con problemas de actitud para adaptarse al mundo real. El Informe Mundial sobre la Felicidad del 2024 la calificó como la más infeliz de todas. Como están sometidos a la estimulación de las tecnologías de la información y comunicación (TIC), los zoomers son sensoriales, ansiosos y hedonistas, con poco interés por los procesos políticos, a pesar de su sensibilidad por la justicia social, los derechos humanos y la protección ambiental.

Según la Junta Central Electoral, la mayor masa de votantes registrados para las elecciones pasadas fue de adultos entre 26 y 35 años (X y Z), quienes sumaban 1,788,839 electores de los 8,145,548 habilitados para votar.

En tiempos de relevos y candidaturas independientes, los reflectores de los estrategas políticos ya comienzan a alumbrar las zonas de confort de los zoomers y los alpha (nacidos a partir del 2010). Conquistar ese segmento será crucial para cualquier «aventura». No pocos deliran con ese voto, y se aprestan a armar una campaña movida por el reguetón/dembow, a usar la «jerga urbana» o a asociar su imagen con figuras icónicas de las plataformas digitales, como si todos los Z fueran marcas de la misma «identidad urbana». Se equivocan. El mundo de los zoomers es tan fragmentado como diverso.

Sin embargo, lo que sí es un tatuaje de su carácter generacional es la contestación. Cuestionan todo, sobre todo al sistema que les ha tocado, y lo hacen de dos maneras: una activa, con el lenguaje deliberadamente incorrecto; otra pasiva, con la apatía consciente. De manera que, primero, hay que pensar en una estrategia de comunicación compleja para interesarlos en los procesos, para lo cual se impone «auscultar» sus expectativas generacionales; segundo, se debe acertar en una propuesta de cambios que logre conectar con esas rebeliones, tarea espinosa por la dispersión de su imaginario generacional, influido, más que en cualquiera otra generación, por los condicionamientos socioeconómicos.

Mi único hijo es un adolescente zoomer-alpha. He sido un observador metódico de su pensamiento. No solo resiste la identidad de su generación, también se amotina en contra de la cultura fluida de los tiempos. Se encuentra así perdido en su propio mundo y, en esa «crisis», prefiere, por ejemplo, a Joan Manuel Serrat, Facundo Cabral o al pop/soft rock de los noventa que batirse con el Alfa, Chimbala, Rochy RD, Tokischa, Yailin, Ángel Dior, Jeeipho o Daddy Raidan, cuya música he tenido que escuchar como padre interesado en decodificar su distópico entorno. En esa misma resistencia se sitúan no pocos muchachos de barrio con los que he tenido la ocasión de compartir, invalidando así la creencia de que basta vivir en los suburbios marginales para ser militante de esa narrativa rítmica. Lo digo por las imputaciones de «clasista» con las que algunos «progresistas» pretenden interpretar la desafección por esa música. El problema no es la extracción social del ritmo; es de sustancia lírica o de valor artístico. De manera que la estandarización cultural de la generación Z no es del todo correcta. Se trata de un colectivo heterogéneo en actitudes o visiones de vida/convivencia.

Algunos políticos asumen que es suficiente entrar al mundo digital para prender esa conexión. Participar en pódcasts o en contenidos de Tik Tok o compartir con figuras de marcas en las plataformas digitales no hará diferencia; el asunto no es el medio (plataformas), es el fin (la propuesta). Se impone entenderlos y, en su lenguaje emocional, desentrañar y comunicar asertivamente sus perspectivas del mundo.

Pero, a la inversa, pecan igualmente de incautas las «personalidades» de las plataformas digitales (influencers y creadores de contenidos) al presumir que la empatía que ellos despiertan entre la generación Z o en otra es trasferible a favor de cualquier aventura política. La fama ahorra tiempo y recursos para posicionar a una figura, pero no arranca necesariamente una decisión de voto, y más para unas generaciones tan esquivas como las Z y Alpha. Esa falsa presunción parte de dos grandes equivocaciones: la primera, que acumular millones de views implica la forzosa validación a sus contenidos; la segunda, que los usuarios/suscriptores de las plataformas son una masa socialmente compacta y culturalmente uniforme, que, como «manada digital» (Josep Burgaya, 2021) «razona» y reacciona de la misma manera. La admiración que suscitan estas celebridades tampoco es equivalente en todos los escenarios: así, muchos de sus seguidores pueden suspirar con su gracia o conectar con sus performances, fervores que no provocan iguales aclamaciones cuando el ídolo asume otras interpretaciones, como la política. La fama no suple todas las condiciones que deben concurrir en un emprendimiento político.

Pero, por demás, la fama es una condición que no todo el mundo puede gestionar. Quienes la han conseguido no siempre tienen los resortes para amortiguar su peso sobre la personalidad. Uno sus espejismos es el de creernos consentidos en lo que hacemos. El otro es la torcida autopercepción de que contamos con sobrados talentos para hacer cualquier actividad, convencidos de que será exitosa por estar sustentada en ella. En todo caso, jugamos con un delirio que será fugaz para los que tienen la entereza de manejarlo, y enajenante para los que aceptan dócilmente su mando. No todas las celebridades de las redes sociales le ganan la batalla a la fama y en ese trance pierden capacidad para discernir lo popular de lo talentoso; que una cosa es ser cómico y otra ser político. Aunque la política no ha dejado de ser una patética tragicomedia con un reparto de malos actores.

Diario Libre

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