Nicole Kidman y la sorprendente política sexual de ‘Babygirl’
Por Michelle Goldberg
The New York Times
Columnista en Opinión
Ha sido un año espantoso para las mujeres estadounidenses —al menos para quienes no estamos deseando ser gobernadas por un grupo de caricaturas chovinistas—, pero un año bastante rico para las mujeres en el cine.
Uno de los mayores éxitos de 2024 presentó a una mujer injustamente difamada que canaliza su ira galvánica en una lucha contra el fascismo. (Hablo, por supuesto, de Wicked). Demi Moore hizo una interpretación grandilocuente en La sustancia, una horripilante película de terror corporal sobre la presión que sufren las mujeres para mantenerse núbiles. Amy Adams protagonizó Canina, de Marielle Heller, en la que una mujer empieza a volverse salvaje, quizá literalmente, en medio del tedio de la maternidad temprana. Mikey Madison estuvo incandescente como trabajadora sexual callejera de un país postsoviético en Anora, una película que toma la tonta fantasía de Cenicienta de Mujer bonita y la echa por tierra.
Pero quizá la película feminista más improbable del año sea la muy publicitada y extremadamente pervertida Babygirl, protagonizada por Nicole Kidman, que se estrena el 25 de diciembre. Es una película que satiriza el arquetipo de la girlboss, pero que en última instancia lo confirma. En la cúspide de nuestra terrible nueva era, parecía, con toda su oscuridad y perversidad, un artefacto de un momento más optimista, cuando la igualdad parecía lo bastante cercana como para que la brecha del orgasmo entre hombres y mujeres —algo de lo que la directora de la película, Halina Reijn, habla a menudo en las entrevistas— pudiera ser un tema de preocupación seria.
No era esto lo que esperaba al ver la película, aunque, en realidad, no estoy segura de lo que esperaba. En un reciente perfil publicado en The New Yorker, Reijn, feminista, dijo que creció idolatrando a los directores de thrillers eróticos de las décadas de 1980 y 1990, como Adrian Lyne, el creador de Atracción fatal, con la que se ha comparado a menudo a Babygirl. Esa película, sobre una acosadora con un reloj biológico estridente, fue tan reaccionaria que es la pieza central de un capítulo del libro Backlash de Susan Faludi. La autora citó a Lyne diciendo lo siguiente sobre las profesionales feministas: “Claro que tienes tu carrera y tu éxito, pero no te sientes realizada como mujer”.
Al menos en apariencia, la premisa de Babygirl parecía una que Lyne podría apreciar. La película se centra en la Romy de Kidman, una gélida ejecutiva con una vida aparentemente perfecta —gran trabajo, familia cariñosa, múltiples hogares— que sufre por su deseo no realizado de ser dominada sexualmente. Se estrena en un momento de retraimiento misógino tanto político como en partes de la cultura popular. (A nadie que haya leído Backlash debería sorprenderle el auge de las tradwives). Así que, a pesar de la posición política de Reijn, me pregunté si su película sería el augurio de un nuevo momento postfeminista en Hollywood. No lo es. En todo caso, el problema de Babygirl —y aquí es donde debes dejar de leer si quieres evitar spoilers— es que, a pesar de todo su psicodrama, cae en un mensaje de empoderamiento femenino que parece un poco trillado.
Aunque se presenta como un thriller, Babygirl es más bien una comedia negra sobre el autodescubrimiento en la mediana edad. Como dijo Reijn al presentar la película en una proyección esta semana, la animaba una pregunta muy personal al hacerla: “¿Es posible amar todas las capas diferentes de mí misma, no solo las que me gusta presentar al mundo exterior?”.
Romy es una mujer que controla estrictamente cómo se presenta a ella misma. Es directora ejecutiva de una empresa de robótica con el sugerente nombre de Tensile. En la cama, finge orgasmos al estilo porno para su marido. En una escena temprana, acosa a su hija queer para que se quite la ropa holgada para una foto familiar de Navidad. Vemos a Romy ponerse bótox y permanecer desnuda en una cámara de crioterapia, un reconocimiento bienvenido, poco frecuente en Hollywood, de que la belleza, especialmente a partir de cierta edad, puede ser un trabajo agotador. Ensayando una presentación corporativa, habla de la necesidad de “mirar hacia arriba, sonreír y no mostrar nunca tu debilidad”. Un capacitador de medios de comunicación la corrige, argumentando que mostrar vulnerabilidad puede ayudar a ganarse al público.
Sin embargo, ese capacitador no reconoce lo vulnerable que es Romy, tanto por una infancia inestable a la que se alude vagamente como, lo que es más urgente, por su fetiche secreto, que la llena de una vergüenza corrosiva. De algún modo, Samuel, un pasante insolente interpretado por Harris Dickinson, reconoce esto en ella. “Creo que te gusta que te digan lo que tienes que hacer”, le dice en uno de sus primeros encuentros. Comienzan un tempestuoso romance en el que él la degrada, y, por tanto, la satisface, de una forma que su marido, enamorado ostensiblemente de ella, no consigue. Especialmente en un mundo post-#MeToo, la aventura podría hacer saltar por los aires su impecable vida. Y hay momentos en los que parece que Samuel, que muestra cierto comportamiento acosador, podría intentar precisamente eso.
Pero Reijn, que pretende hacer una película sobre la liberación sexual femenina, está decidida a no castigar a sus personajes por sus transgresiones. Es una elección con la que simpatizo, pero que rebaja un poco las apuestas narrativas. En última instancia, el drama de Babygirl consiste en que Romy acepte sus deseos y los integre en su vida de un modo que no sea autodestructivo. En un momento dado, un hombre poderoso con el que trabaja y que de algún modo ha descubierto su secreto, intenta utilizarlo para acosarla sexualmente y posiblemente extorsionarla. “No vuelvas a hablarme así”, dice entredientes ella. “Si quiero que me humillen, pagaré a alguien para que lo haga”. Al menos en el cine, las mujeres pueden tenerlo todo.
The New York Times