Nosotros mejoramos, pero las grandes potencias empeoran
Bernardo Vega
Nací el 23 de febrero de 1938, en el octavo aniversario de la revolución que llevó a Trujillo al poder y que el poeta Tomás Hernández Franco calificó como “la más bella revolución de América” y que yo en uno de mis libros llamé “la más anunciada revolución de América”. Durante los primeros 23 años de mi vida esa dictadura influyó mucho en mi vida. Fui el único de tres hermanos que no fue encarcelado y torturado. Cuando me trasladé a estudiar a Estados Unidos y tomé un curso sobre sistemas económicos comparados se me engrifó la piel al devorar con entusiasmo el “Manifiesto comunista”. Pero ese sarampión político, típico de un adolescente con imaginación, duró poco, pues en ese mismo curso tuve que leer el “1984” de George Orwell y allí me di cuenta que yo vivía bajo Trujillo en condiciones muy similares a las que se describían en esa novela y que emulaban la situación en la Unión Soviética bajo Stalin. Una vez graduado y decidido a no trabajar para el Gobierno de Trujillo, pasé tres años en Cabo Rojo, Pedernales, llevándole la contabilidad a una compañía de bauxita.
Caída la dictadura comencé a trabajar para el Consejo de Estado, pero el 30 de mayo había tenido lugar poco después del ascenso al poder de Fidel Castro y a partir de 1961 viví bajo el síndrome de una segunda Cuba que tuvo como consecuencias, entre otras, el derrocamiento de Juan Bosch y la intervención norteamericana. Luego Balaguer representó una dictadura semi blanda con muchos muertos en la lucha contra los comunistas.
Esa etapa logró superarse a partir de 1996 cuando Balaguer se retiró de la política. Desde entonces hemos devenido en una economía de servicios, cuando antes éramos un país esencialmente agrícola, donde el joven campesino usaba el machete para trabajar en el conuco, pero que hoy día prefiere el motoconcho. Ya somos una sociedad urbana y los días de la dependencia del azúcar y la ayuda norteamericana han desaparecido. Ya un 10% de nuestra población vive en el exterior. Llevamos casi 30 años con elecciones libres.
Pero, a pesar de los éxitos dominicanos, hoy, febrero del 2024, con 86 años de edad, me siento muy pesimista, pues no solo estamos rodeados de países en crisis como es el caso del vecino Haití y una Cuba que ha devenido en un museo de su ideología que ya no está de moda, sino que, a pesar de habernos convertido en la séptima economía más grande de América Latina, tenemos unos niveles de educación y salud de los más bajos del continente. Nuestros sindicatos tan activos entre 1961 y 1965 hoy prácticamente han desaparecido. Lo lógico es que los sindicatos en cualquier país se opongan al uso de mano de obra indocumentada, pero los nuestros no se oponen a la presencia haitiana y esa presencia sirve como un muro muy efectivo que impide que los salarios reales suban, lo que mantiene una muy mala distribución del ingreso. A pesar de las malas experiencias con los doce ingenios azucareros expropiados a la familia Trujillo y sus más de veinte empresas, estamos ante un aumento en la presencia de nuevas empresas estatales, sobre todo en el sector energético (las Catalinas y las Edes) y en una refinería hoy totalmente estatal.
Pero mi pesimismo deviene mucho mayor dada la situación mundial. Luce que Donald Trump será presidente de nuevo en Estados Unidos y este no cree en la democracia. Vladimir Putin, por su lado, insistirá en expandir la frontera rusa hacia el oeste, tal y como lo hizo Hitler a principios de la Segunda Guerra Mundial. China ha devenido en un extraordinario poder económico bajo un sistema donde su sector privado es extremamente activo y dinámico a pesar de actuar bajo un régimen político donde el partido comunista controla todo.
Hoy