Nunca debería haber tomado esa pistola

Por Christopher Blackwell

Blackwell es un escritor en prisión.

The New York Times

Este ensayo forma parte de Cómo vivir con arrepentimiento, una serie que explora la naturaleza del arrepentimiento y el papel que desempeña en todas nuestras vidas. Lee más sobre este proyecto aquí.

Tenía 11 años la primera vez que tomé una pistola. Debería haber estado jugando Nintendo o montando bicicleta con mis amigos, pero en vez de eso estaba delante de un espejo, posando con la pistola Glock de nueve milímetros que acababa de robar de casa de un vecino. Mi madre estaba en el trabajo y yo estaba solo en casa, faltando a clase por segunda vez aquella semana.

La gruesa pistola pesaba mucho en mi pequeña mano. La moví en distintas posiciones, intentando ver cuál parecía más intimidante. Sabía que estaba cargada porque lo primero que hice al tomarla fue soltar el cargador. Era solo un niño, pero sabía cómo hacerlo. Había visto a otros niños hacerlo innumerables veces.

Era 1992, y mi barrio de Tacoma, Washington —una zona llamada Hilltop— sufría la epidemia de crack: estaba excesivamente vigilado, consumido por la pobreza y atormentado por bandas callejeras notoriamente violentas. Los tiroteos eran frecuentes, algo que los chicos como yo veíamos continuamente. En Hilltop, podías perder la vida por un par de zapatillas Jordan. Si alguien quería tus tenis, más valía que pudieras mantenerlos en tus pies. Si dejabas que alguien se llevara algo una vez, eras un blanco para siempre.

En mis primeros años, en mi casa abusaban de mí, y a los 11 años ya me habían atracado, agredido sexualmente y asaltado otros niños mientras volvía a casa del colegio. Estaba harto de sentirme débil e inseguro. Estaba harto de ser un niño. Y, al mirar mi reflejo sosteniendo la pistola, por fin me vi como un hombre.

En ese momento, pensé que aquella pistola era la solución a todos mis problemas. Pero poco sabía que mi elección de tomarla era el primer paso de un largo viaje que me llevaría a cometer muchos actos de violencia contra mi propia comunidad. Me llevaría a una noche en un bar en la que yacería sangrando por una herida de bala. Me llevaría a quitarle la vida a un joven. Y, al final, me llevaría a la cárcel, donde cumplo una condena de 45 años por robo y asesinato.

Tomar aquella pistola es el mayor remordimiento de mi vida —con el que tendré que vivir siempre—, pero pasaron años antes de que pudiera comprender realmente la gravedad de mis actos.

El arrepentimiento requiere perspectiva. Requiere espacio para la reflexión. Requiere la capacidad de imaginar un futuro e imaginar los distintos caminos que podría haber tomado tu vida. Y en aquel momento, yo no podía concebir ese tipo de perspectiva. Había vivido toda mi vida en modo supervivencia. No existía nada aparte de la amenaza inmediata que tenía delante. No tenía ninguna posibilidad de procesar lo que ocurría a mi alrededor. Ese tipo de vida me permitía inventar excusas para todas mis acciones.

De niño y luego de adolescente armado, estaba convencido de que nunca iría a la universidad ni tendría un buen trabajo, y ningún otro camino hacia el éxito me parecía abierto. Era pobre y estaba hambriento y agobiado por una infancia llena de traumas.

No pude experimentar el arrepentimiento hasta que me desprendí de un estilo de vida en el que luchaba por sobrevivir. Solo entonces pude dar un paso atrás y ver el daño que había causado a tanta gente en nombre de lo que yo creía que era mi propia supervivencia.

Ingresé en prisión en 2003 y llevaba más de una década de condena antes de empezar a procesar el trauma que arrastraba desde mi infancia. Es sorprendente, en cierto modo, que este proceso ocurriera en la cárcel. La palabra rehabilitación se utiliza mucho en el sistema de justicia penal, pero la verdad es que las prisiones son el último lugar donde alguien debería esperar convertirse en una persona mejor. Las prisiones permiten que el odio y la violencia se enconen e intensifiquen. Lejos de ser lugares donde puedes reflexionar sobre tus actos, pueden devolver a los presos como yo al modo de supervivencia.

No empecé a reflexionar sobre mi vida porque estuviera en la cárcel, sino a pesar de estarlo. Comenzó cuando me encontré con voluntarios de un grupo que ahora es una organización llamada Justicia Colectiva.

El programa ofrecía un respiro de la vida en prisión. Pude reconocer el daño que había infligido a mi comunidad porque el programa estaba diseñado para ayudarnos a mí y a mis compañeros a abordar las experiencias que habíamos llevado muy adentro. Y, lo que es más importante, las personas que trabajaban con nosotros habían experimentado traumas similares y se preocupaban profundamente por nosotros. Podían empatizar con lo que estábamos pasando y se tomaron el tiempo necesario para entablar relaciones con nosotros.

Nos sentamos en círculos cerrados y, cuando empezamos a confiar unos en otros, compartimos cosas que muchos de nosotros nunca habíamos dicho en voz alta. Hablamos de haber sufrido abusos —sexuales, físicos y emocionales— por parte de las mismas personas que debían protegernos, y del impacto que eso tuvo en nuestras vidas. Hablamos del uso de la violencia para protegernos y de la vergüenza que sentíamos por eso.

Ni siquiera me di cuenta del efecto que el grupo estaba teniendo en mí hasta que me sorprendí a mí mismo al hablar con mi ahijada, que entonces era adolescente, sobre la cultura de la violación. Me describió sus experiencias degradantes con chicos, y su comportamiento no sonaba muy diferente del mío a esa edad.

Poco después de mi conversación con ella, fui amenazado por otro preso. En el pasado, habría respondido con violencia, pero esta vez utilicé mis palabras para calmar la situación. Fue en esos momentos cuando me di cuenta de quién había sido y de lo lejos que había llegado.

Y fue entonces cuando empezó a aflorar el arrepentimiento que había reprimido. Siempre había estado ahí, solo que lo había aislado y había construido muros a su alrededor. Pero liquidé una vida humana. Él no merecía morir. Era joven como yo y solo intentaba sobrevivir. Una vida de malas decisiones que empezó con la primera vez que empuñé un arma acabó con eso. Mis actos le arrebataron todo y devastaron a las personas que lo querían. Hoy no pasa un día sin que piense en el chico que maté.

Sentir arrepentimiento, y aprender a aceptarlo realmente, cambió mi vida. El arrepentimiento me ha empujado a replantearme cómo vivo. Me ha dado energía cuando estoy agotado. Por eso mi ética de trabajo es tan fuerte. Mi arrepentimiento me recuerda que tengo una deuda con la sociedad. Pago esta deuda orientando a mis compañeros de prisión. Les enseño que la violencia no puede ser una solución duradera a sus problemas y les animo a vivir una vida en la que den más de lo que reciben.

En la cárcel, estoy rodeado de hombres que viven con arrepentimiento. Y ese arrepentimiento es un encarcelamiento tan real como los altos muros y las alambradas que nos rodean.

Deberíamos contemplar el arrepentimiento y dejar que sea nuestro maestro. Pero algunas de las personas que más necesitan sus lecciones son las que menos tiempo y espacio tienen para asimilarlas.

El arrepentimiento que siento nunca desaparecerá; ahora forma parte de mí. Pero lo que yo decida hacer con eso depende de mí. Es lo que me empuja a seguir luchando para ser mejor persona y ayudar a los demás a ser mejores personas.

Lamento el día en que era un niñito que pensaba tontamente que necesitaba un arma para protegerme. Pero ya no soy ese niño y cuando me miro al espejo hoy, es con un sentido más profundo y complicado de quien soy. Puede parecer extraño decir que estoy agradecido por el arrepentimiento, pero lo estoy. Debo mi crecimiento enteramente a mi capacidad de sentir arrepentimiento por las cosas que he hecho. Y espero que, a través del trabajo que hago ahora, pueda ayudar a quienes me rodean a experimentar su poder transformador.

Christopher Blackwell (@chriswblackwell) es un escritor encarcelado y cofundador de la organización sin ánimo de lucro Look2Justice. Es redactor colaborador en Jewish Currents y editor colaborador en The Appeal.

The New York Times

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