Nunca entro en pánico. Ahora estoy entrando en pánico
Por Lydia Polgreen
The New York Times
Columnista de Opinión
Hace más de un mes que mi madre me fastidia con su pasaporte perdido. Dijo que estaba en su armario y, de repente, había desaparecido. Estaba caducado, y renovarlo sería más fácil si tuviera el antiguo. No tenía planes de viaje inmediatos, solo un vago deseo de visitar Etiopía, el país donde nació y creció, en algún momento del futuro.
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Como solemos hacer con nuestros mayores, ignoré suavemente sus peticiones de ayuda, cada vez más insistentes. Ella vive en Maryland, y yo estoy en Nueva York. No parecía muy urgente. Es olvidadiza. Pierde cosas continuamente. Y estaba segura de que aparecería.
Cuando me desperté a la mañana siguiente de que Donald Trump volviera a la presidencia por un margen estrecho pero decisivo, me invadió un pánico repentino y frío al pensar: “¿Dónde está el pasaporte de mamá?”. ¿Qué pasaría si el gobierno de Trump cumpliera sus promesas de deportación y, de repente, tuviera que demostrar que, efectivamente, es ciudadana naturalizada de este país? ¿Tenía mi frágil madre de 73 años los papeles en regla si tocaban su puerta?
Esta sensación me tomó completamente por sorpresa, mucho más que la victoria de Trump que, después de todo, era una posibilidad muy probable. No soy dada al pánico. Creo que el pensamiento catastrofista casi siempre es exagerado. Pánico y alarma: esos son sentimientos que toda una vida observando el mundo desde un punto de vista optimista y periodístico, siempre con una visión a largo plazo, me había enseñado a extinguir en el momento en que surgían. ¿Qué puede haber de bueno en una emoción tan fuerte?
Al fin y al cabo, ya hemos estado aquí antes, ¿no? Trump ya fue presidente una vez, y aunque se las arregló para poner en práctica una gran cantidad de crueldades y estropear una pandemia, la mayoría de nosotros sobrevivimos, ¿no? Nunca fue tan popular entre los votantes, pero incluso un candidato poco inspirador como Joe Biden logró derrotarlo de manera estrepitosa en las urnas.
Sin embargo, cuando he intentado invocar a ese ser optimista durante las dos últimas semanas, se ha negado obstinadamente a aparecer. Tengo la sensación de que muchas otras personas se sienten igualmente abandonadas por su yo más resistente, encontrando en su lugar una nueva e insoportable sensación de vulnerabilidad. La sensación solo se ha agravado con los absurdos anuncios del gabinete de Trump y sus crueles planes políticos de grotescas campañas de deportación, persecución vengativa y grandes recortes presupuestarios. Muy a mi pesar, siento pánico.
Es difícil no preguntarse qué pistas se me habrán escapado por el camino. Por ejemplo, ¿por qué no había prestado más atención a lo que podría haberme dicho la obsesión de mi madre por encontrar su pasaporte? En parte preguntaba por eso porque estaba considerando la posibilidad de regresar a Etiopía permanentemente en busca de un costo de vida más bajo. Como muchos estadounidenses, sobre todo inmigrantes, estaba muy preocupada por el dinero. Vive de la Seguridad Social y de las prestaciones de veterano que mi padre obtuvo. Los comestibles son caros, incluso para una mujer mayor que vive sola y no tiene mucho apetito. La factura de la luz de su pequeño apartamento, la televisión por cable e internet: estas cosas parecen, como parte de sus escasos ingresos, obscenamente caras, por no hablar de los crecientes costos de los medicamentos recetados.
Hace un par de meses vino otro golpe cuando la gigantesca empresa propietaria del complejo de apartamentos donde vive le subió el alquiler casi un 10 por ciento. Cuando vi la cantidad, sentí una oleada de náuseas. Le aseguré que, por supuesto, mis hermanos y yo la ayudaríamos, pero ¿cómo se las arreglaría una persona que no tenía un hijo adinerado sin hijos propios con una subida tan brusca y repentina del costo de algo tan esencial como la vivienda? Y, en cualquier caso, odiaba la idea de ser una carga para sus hijos. Observando ahora su situación, de hecho en mi barrio y ciudad, en nuestro país, en este mundo, puedo ver que vamos por mal camino.
Pensar en estas elecciones ha sido un poco como mirar al sol. El resplandor ciega más que ilumina. Especialmente en momentos de confusión y agobio, me ha resultado útil volverme hacia estrellas similares pero más distantes para comprender. Resulta útil preguntarse: ¿Dónde he visto este tono concreto de luz? ¿Cuándo he sentido el ardor de esta forma concreta de calor?
Mi mente se dirigió instantáneamente a la primera vez que me di cuenta de mi propia vulnerabilidad, hace casi 20 años. Tenía 29 años y acababa de empezar a trabajar como corresponsal en el extranjero para el Times en África Occidental. Muchos de mis amigos de Nueva York me envidiaban porque me trasladaba al extranjero justo después de que George W. Bush hubiera sido reelegido, esta vez ganando tanto el voto popular como el Colegio Electoral, a pesar de la atrocidad moral de la guerra de Irak y tantas otras cosas.
Pero todo eso apenas se me pasó por la cabeza. Estaba encantada de empezar en el trabajo de mis sueños. Estaba tan aislada de las preocupaciones por mi juvenil manto de invencibilidad que pasé por alto las cosas extrañas que le ocurrían a mi cuerpo. Normalmente tenía un apetito voraz, pero de algún modo nunca tenía hambre. A pesar de eso, los pantalones me apretaban cada vez más, aunque la correa del reloj se me aflojaba. Un dolor agudo y tintineante me sacudía el vientre cuando conducía por calles llenas de baches.
Un día, en la playa, una mujer me felicitó por mi embarazo. No estaba embarazada, pero era innegable que parecía estarlo. Arrancada de mi complacencia, fui al médico. En un par de días estaba en un avión de vuelta a Nueva York, donde me diagnosticarían un cáncer de ovario avanzado. Era una enfermedad que solía afectar a mujeres mucho mayores, y yo no tenía antecedentes familiares que explicaran su aparición temprana. Mi oncólogo me aseguró que había sido pura suerte.
Seis meses después, tras una operación y rondas de quimioterapia, volví al trabajo de mis sueños. Pero la experiencia me había alterado de manera inequívoca. Antes no temía a casi nada. No de forma temeraria, sino mediante la evaluación fría y racional de las probabilidades. Antes podía decir, al subir a aviones comerciales destartalados en países pobres: “¿Qué probabilidades hay de que este avión se estrelle?”. Viajar por carretera, lo sabía, era estadísticamente mucho más peligroso. El cáncer acabó con esa ecuanimidad. Si ese diagnóstico aleatorio y extremadamente improbable podía ocurrirme a mí, entonces podía ocurrirme cualquier cosa. Durante un tiempo, este miedo me consumió por completo y me paralizó. Con el tiempo, aprendí a integrar esta nueva incertidumbre en mi cálculo del riesgo y seguí adelante con mi vida y mi trabajo.
Lo que esa experiencia me enseñó es que ninguno de nosotros conoce la dirección o la velocidad de nuestra vulnerabilidad. Por fortuna, nos resulta inimaginable. En el mejor de los casos, para los más afortunados, se trata de una suave deriva hacia la fragilidad y la vejez. Todos moriremos, de un modo u otro, y también todos nuestros seres queridos. Afortunadamente, yo no he vuelto a tener cáncer. He tenido muy mala suerte y una suerte increíble al mismo tiempo.
La victoria de Trump parece un diagnóstico, aunque los estadounidenses discrepan profundamente sobre si él es la enfermedad, el síntoma o la cura. Cualquiera que se haya enfrentado a síntomas misteriosos sabe que el diagnóstico conlleva sus propias sombrías satisfacciones, incluso o especialmente si las noticias son muy malas. El cáncer, con perdón de Susan Sontag, es una metáfora irresistible de nuestro momento actual. Si 2016 nos pareció una casualidad, un relámpago parecido a un accidente fortuito, esto nos parece sistémico. ¿Qué es el cáncer, después de todo, sino algo misterioso y sin restricciones que nuestro propio cuerpo construye dentro de sí mismo?
Estados Unidos está a punto de someterse a un tratamiento radical. Mi madre esperaba que las promesas de Kamala Harris de enfrentarse a los terratenientes corporativos, bajar los precios de los medicamentos recetados y proteger Medicare y la Seguridad Social la ayudarían a vivir una vida mejor. En última instancia, lo que parece ser, en el mejor de los casos, una mayoría muy estrecha de estadounidenses decidió votar por la dura medicina de Trump.
Los primeros indicios apuntan a que su segundo mandato hará que el primero parezca un juego de niños. Con el control del Congreso y una mayoría calificada conservadora en la Corte Suprema, apenas puede contener sus impulsos más oscuros de castigar a sus enemigos y recompensar a sus amigos. Parece decidido a tomar su escasa victoria y tratarla como un mandato histórico para remodelar la vida estadounidense de manera profunda. Independientemente de cómo hayas votado, todos estamos a punto de descubrir exactamente lo vulnerables que somos en realidad.
Lydia Polgreen es columnista de Opinión y copresentadora del pódcast “Matter of Opinion” del Times.