Optimismo privado y oficial
Carmen Imbert Brugal
Ella convirtió el optimismo en marca, fue su identidad. Ningún problema tenía dimensión apropiada para causar desvelos. Nunca hubo quejas por enfermedad o abandono. Jamás permitió el presentimiento de la fatalidad en la época aciaga de desapariciones y exilios, de cárcel y amenazas. Las ausencias las suplía con la remembranza de momentos felices.
Con el consentimiento de su inseparable Diego, transformó el jeep Willys de la pareja en carrusel para transportar a la muchachada hasta su finca, más cerca del paraíso que cualquier parque de diversión. Nunca le importó que algún espía acompañara el trayecto. No asistía a funerales y el pésame era un comentario furtivo señalando las virtudes del difunto. Le encantaba pasear en uno de los coches del pueblo, tirado por un cansado caballo más alerta que Pablo o Tomás, los cocheros de confianza.
Eludía el recuento de las malas zafras y justificaba las pérdidas con el despliegue de conocimiento empírico sobre la siembra y cosecha de caña de azúcar, similar a su doctrina sobre los rudimentos del bridge cuyo desempeño como jugadora fue óptimo. Callaba rumores sobre terremotos, huelgas, marejadas, chismes pueblerinos. Disfrutaba las hazañas de su parentela y fue confidente y cómplice de las travesuras de sobrinos carnales, segundos y terceros. Bálsamo para los escándalos provocados por embarazos fuera del matrimonio, exigencia obligada entonces, igual que para las rupturas conyugales que asignaban la temible condición de “divorciada”. La vejez no la arredró, mantuvo la pugnacidad, el ánimo. Para avalar el entusiasmo, la silla que le servía de soporte a los inconvenientes óseos que producen los años, estaba pintada de color rojo. Atenta a las actividades de los familiares preguntaba por su desempeño profesional y sentimental e invitaba a visitar sus predios comandados por ella hasta su despedida.
Rehuía peligros evitando su mención. Asumió los riesgos y desafíos de vivir sola, rodeada de árboles y arroyos y de cuidadores que creía fieles. No atendía las advertencias de los hijos, nietos, hermanos y de esa enorme cantidad de sobrinos que se extendió más allá de la consanguinidad.
La evocación del optimismo desmedido y elusivo de la inolvidable tía Tenaida Brugal Muñoz, es recurrente cuando retumban las proclamas triunfalistas del presidente y la legión que avala el primer mandato y prepara las campanillas para iniciar el segundo período. Nada altera el reino de aciertos con sus cifras y plusmarcas. El redundante mantra oficial “nunca antes” es reiterativo. El gobernante confesó en una ocasión: “no soy Dios para resolver esta situación en tres años ”empero es lo que más se acerca a la divinidad y quizás los próximos cuatro resulten suficientes para concluir su trabajo. Cautivo del optimismo extremo, el mandatario tiene respuesta para cualquier eventualidad y hasta sus silencios concitana plausos y sonrisas. LA Semanal es un ensayo de obsecuencia desmedida y la banalidad de algunos participantes abona la egolatría. El optimismo oficial es contagioso, pero compromete. Vale compararlo con el de la tía, aunque se impone establecer la diferencia. Ella no manejaba el estado ni gobernaba más allá de los linderos del cariño.
Hoy