Parámetros de la solidaridad con Haití
Por JUAN LLADO
El tajante rechazo del presidente Abinader a la pretensión de la ONU de que el país detenga las deportaciones de inmigrantes ilegales haitianos podría parecer un áspero antihaitianismo. La atmósfera de la relación entre las dos naciones, enrarecida por la migración ilegal, daría pie a esa falaz acusación. Pero en tiempos de la turbulencia interna del vecino país el gobierno dominicano ha actuado con suma prudencia y la declaración presidencial es prueba de buen juicio. Para llegar a esa conclusión solo hay que definir los rangos y límites de la solidaridad dominicana frente a los tenebrosos efluvios de la situación haitiana.
La ONU ha encumbrado la solidaridad entre las naciones hasta convertirla en un deber. Su programa de los Objetivos de Desarrollo Sostenible “pone en el centro a la persona y al planeta, se apoya en los derechos humanos y está respaldado por una alianza mundial decidida a ayudar a la gente a superar la pobreza, el hambre y las enfermedades. Se forjará por tanto sobre la base de una cooperación y solidaridad mundiales”. Lo que no hace la ONU es precisar la naturaleza de la solidaridad, su frecuencia, sus alcances y sus límites. Pero a cualquier mortal le queda claro que los límites dependerán de las posibilidades materiales, jurídicas y morales de cada nación.
Al calificar de inaceptable e irresponsable la petición de la ONU, el presidente Abinader recordó que nuestro país ha sido el más solidario del mundo con Haití. “Por lo tanto, a República Dominicana no se le puede pedir más”. La declaración no aludió a la masiva ayuda que nuestro país aportó contra la devastación causada por los terremotos del 2010 y 2021, ni al combate a la pobreza que significan las remesas que los haitianos residentes en nuestro territorio envían a Haití, ni a las miles de parturientas que son atendidas por nuestros hospitales, ni a los empleos que los sectores de la construcción y la agricultura asignan a los migrantes. Tampoco citó las conveniencias de los cuatro mercados binacionales de la frontera ni a los precios mas competitivos que representan los productos de nuestras exportaciones hacia el hermano país.
Es cierto que todas estas contribuciones palidecen, tanto en su cuantía como en su significación, frente a las enormes carencias de una población haitiana que califica como pobre en un 80%. Al desamparo y el hambre que eso comporta se añaden la crisis de gobernabilidad, la extrema inseguridad ciudadana y la enorme presión que sufre la población para emigrar a otros países. Sin duda, Haití califica hoy día como un mendigo o pordiosero internacional a quien le debemos una mano amiga, tal y como es deber de otros países más pudientes. Pero la situación de nuestro país no nos permite excesos de solidaridad. Tenemos un 22% de nuestra población viviendo en la pobreza y, de acuerdo a CEPAL, un 5.6% en la indigencia y son ellos quienes deben recibir nuestra mayor prioridad en materia de solidaridad (ver cuadro adjunto).
Las deportaciones, por supuesto, son la otra cara de la migración ilegal. En términos generales, la migración es un recurso universal que usan muchos para buscar mejores oportunidades y medios de supervivencia. La creencia generalizada es que, en general, los migrantes contribuyen a enriquecer la economía de los países anfitriones y son una fuerza emprendedora que moviliza la sociedad. El cuadro adjunto de la CEPAL muestra cómo los dominicanos hemos emigrado y que, en términos proporcionales, hemos emigrado más que los haitianos. Mientras, la migración haitiana aquí ha permitido el bienestar de sectores tales como la construcción y la agricultura, además de suplir una mano de obra barata para otros menesteres. De manera que al enjuiciar esa migración debemos temperar los juicios reprobatorios ni tampoco satanizar las deportaciones.
Es lamentable que nuestro presidente haya sentido la necesidad de anunciar, a raíz de la petición de la ONU, que las deportaciones de haitianos ilegales se incrementarán. Esto así porque debemos admitir que las deportaciones son una medida de nuestra propia incompetencia para controlar nuestra frontera. Hubiese sido preferible que las medidas más pertinentes fueran las de transparentar y consolidar el control militar en la misma. Pero mientras tanto las deportaciones deben seguir y nadie puede acusar al presidente Abinader de antihaitiano por eso. (El respaldo a esa medida ha sido generalizado.) Tampoco se le puede acusar de eso porque haya ordenado la construcción del muro fronterizo, aunque a muchos nos parezca una medida que no reportara los frutos esperados.
De cualquier modo, el presidente Abinader y nuestro canciller han pedido, en incontables ocasiones y foros, ayuda de la comunidad internacional para Haití. Los pedidos de ayuda no se han circunscrito a la asistencia humanitaria frente a la hambruna predominante en ese devastado país. Han llegado a pedir la intervención de la ONU para restablecer el orden y la gobernabilidad. Sin embargo, en una reciente comparecencia ante su Consejo de Seguridad nuestro canciller aclaró:“República Dominicana reitera su convicción de que, la única respuesta duradera y sostenible a la crisis haitiana debe venir de los haitianos”.Y actualmente se espera que un consenso de esa naturaleza pueda dar paso a unas elecciones, el puntal de arranque de la gobernabilidad.
Una cosa es ayudar a que se estabilice la nación haitiana y otra que nuestras acciones hacia nuestra hermana nación estén enmarcadas dentro de las prerrogativas de una nación soberana. Como bien especificó el vicecanciller Rubén Silie, quien fuera embajador dominicano en Puerto Príncipe, nuestro país “actúa conforme a su Constitución, los tratados internacionales ratificados por el país y la ley general de Migración 285-04”. Es decir, la determinación del alcance de nuestra solidaridad con Haití está definida en parte por un marco jurídico que protege nuestros derechos y orienta nuestras actuaciones. La otra parte definitoria es la de nuestras posibilidades materiales.
Para manejar adecuadamente nuestras relaciones con Haití cabe recordar la noción de Santo Tomás de Aquino sobre la solidaridad. Esta se presenta cuando “la persona humana renuncia a su individualismo egoísta a favor del bienestar del otro, e indirectamente a favor de la comunidad. Este acto de renuncia es la solidaridad, lo que nos permite creer que la virtud de la justicia se practica por medio de la solidaridad. En otras palabras, el ejercicio de la solidaridad es requisito imprescindible en la búsqueda del bien del otro y, por ende, del bien común”. Huelga decir que ese “otro” que es Haití es un hermano al cual debemos tener en cuenta siempre y extenderle nuestra mano amiga hasta donde se pueda. Pero nunca un hermano debe exigir que el otro se perjudique a su favor.
En términos generales, nuestro gobierno está manejando adecuada y prudentemente nuestras relaciones con Haití y con los haitianos residentes y no residentes. Su actitud es la de un hermano frente al descalabro del otro, aunque ese descalabro sea obra de ese otro. Medidas como las deportaciones, el muro y el decreto que establece sanciones contra la ocupación de propiedades por parte de extranjeros están dentro del rango de atribuciones soberanas del hermano que no quiere que el otro le perjudique. No son medidas xenófobas sino de seguridad propia.