¿Pendejos?
José Luis Taveras
Somos una raza promiscua que brotó de las más espectaculares fusiones étnicas. Como puerta del Nuevo Mundo, le dimos entrada a todas las aventuras europeas: colonizadoras, religiosas, corsarias y mercantiles. Cuando el nuevo continente reveló su verdadero tamaño y riquezas, dejamos de ser la atención de los grandes centros imperiales y nos abandonaron en la periferia insular.
Aquí se mezclaron sangre, historias y espíritus de tres continentes. De esa orgía mística nació una raza acosada por su pasado. El tiempo no ha enmohecido sus raíces y, desde las honduras, asoman los espectros del blanco, el indio y el negro.
Así, el espíritu taíno deambula aturdiendo nuestra resistencia a una historia de abusos; los demonios africanos enloquecen al tañido del primer tambor y, en su frenesí, derriban todo sentido de orden; el leviatán español impone su genio tirano. En ese tornado de espíritus errantes buscamos la identidad que nunca hemos hallado.
Nuestra historia es un licuado de honores y traiciones en el que unos ponen la sangre y otros usurpan el poder. Llevamos a cuesta una herencia de sumisión con breves arrebatos de rebeliones.
Tenemos una mente colonial que todavía alucina por lo extranjero. Copiar los estándares americanos y plagiar sus hábitos de vida y consumo nos da estilo o pone a salvo a nuestros hijos de la futura barbarie que siempre presagia el pesimismo dominicano. Para un profesional acreditar clase debe exhibir la membresía a una x «american association». Un servicio debe venir certificado por una entidad americana para ser confiable; un producto se prefiere si trae la estampa «made in…». El elitismo de hoy se abona a la exquisita dilección foránea. Nos hemos rendido sin contrapesos a la cultura global, diluyéndonos en su inorgánica expresión de vida.
Mostramos una conformidad taína a la opresión de la realidad. Preferimos someternos que cambiar; total, la impotencia es más cómoda que cualquier otro arrojo. Y no hablamos de insurgencias ni de revoluciones sociales, sino del ejercicio de derechos básicos. Nuestra dignidad es abusada cotidianamente en todos los campos y condiciones: como usuarios, clientes, contribuyentes, gobernados o ciudadanos. Somos víctimas consuetudinarias de nuestro propio desorden. La respuesta más osada es la queja, la misma reacción del negro esclavo ante las flagelaciones del verdugo.
Disfrazado de eufemismos como «la prudencia», «el respeto» o la «convivencia civilizada», el miedo subyace como premisa categórica de nuestras pobres decisiones.
La gente denuncia de forma impersonal y abstracta. Nadie les pone nombre propio a los abusos para evitar la exposición o la estigmatización, porque el que lo hace es un loco, un acomplejado o un desadaptado. Lo normal es «buscarle la vuelta» o «dejar la vaina así», más cuando esas agresiones provienen de aquellos fantasmas que habitan, vestidos de tabú, en las sombras del imaginario colectivo.
El gran desafío de nuestra sociedad es redimir esa masa amorfa y anónima de autoexcluidos para que ella rescate, por juicio propio, el valor de su dignidad. Pena que los que pueden no están en eso; siguen recluidos en sus nichos de confort, adaptados a lo de siempre.
La casta política usa a esta gente como ingrediente de la explotación populista. Y es que por cada voto crítico se cuentan diez por necesidad. Ninguna sociedad construye su futuro sobre este arenoso fundamento. Así, los ignorantes deciden por los miedosos y los miedosos anulan a los ignorantes; al final, dominicanos, los mismos pendejos.
Diario Libre