Plinio Matos Moquete: legado revolucionario

Felipe Ciprián

Conducía yo una motocicleta potente que me había provisto el Instituto Dermatológico en mi condición de paramédico con trabajo en Ocoa y Baní.

Mi desplazamiento desde la calle Albert Thomas con Federico Velásquez –sede del Dermatológico– por la avenida 27 de Febrero iba normal para bajar por la avenida Máximo Gómez, caer al Malecón y rodar hacia Baní.

Pero cuando me aproximaba a la intersección de la 27 de Febrero con la calle Barahona, vi la figura de un hombre trajeado, maletín en mano y su imponente tamaño de seis pies de estatura.

Ante él me detuve. Me quité el casco protector para que me reconociera y estaba frente al comandante Plinio Matos Moquete, un revolucionario a quien había conocido después de su salida de la cárcel.

Plinio había estado en Ocoa –mi pueblo natal– en varias ocasiones. Primero en Los Martínez, junto al extraordinario líder revolucionario Manfredo Casado Villar.

Durante su tiempo allí era recordado por los hombres de Manfredo con características especiales: fumaba cigarrillos “Casino” porque eran menos hediondos a la distancia y por su enorme capacidad de cargar sacos de más de 100 libras lomas adentro sin detenerse.

La penúltima vez que estuvo en Ocoa fue llevado allí por un grupo de revolucionarios que lo condujeron desde Tábara Arriba hasta la zona rural oeste, donde contó con el apoyo de combatientes de probada militancia, entre ellos, el joven Enrique Chalas y el legendario revolucionario Joba Sánchez.

En esa ocasión, Plinio duró meses, clandestino en Ocoa, incluido un momento en que una infección dental obligó a quienes lo apoyaban a llevarlo a lomo de mula al consultorio del extraordinario combatiente revolucionario ocoeño Luis Concepción, en la calle Colón, quien le extrajo un molar.

Lo había conocido en la casa de mi querido primo Félix Nicolás Sánchez Ciprián, quien me mandó a buscar con mi entrañable amigo y compañero de lucha Freddy Velásquez. Y en casa de “Colá” estábamos solo cinco personas: Freddy, Nicolás, Plinio, Radhamés Méndez Vargas y yo.

Al presentarnos, fuimos confundiendo abrazos y elogios mutuos. Allí nació aquella camaradería que perduró por años hasta que por ocupaciones mutuas y ausencia de la necesidad de apoyo contra la represión, no hemos vuelto a coincidir en el espacio y el tiempo.

Montado en motocicleta

Ahí, en la avenida 27 de Febrero, Plinio se confundió en un abrazo conmigo. Sin mucho protocolo se montó en mi motocicleta y nos fuimos hacia la casa de su hermana Carmen, en la avenida Independencia, detrás de Metaldom, donde ella tenía una tienda de ropa femenina.

Carmen era una robusta mujer, hermosa, que me trataba con el mismo aprecio de su hermano, por quien había hecho varias huelgas de hambre por su libertad junto a su madre, doña Rita Moquete Calderón.

Me llamaba por mi segundo nombre y me preguntaba: ¿Nery, quieres un café o un jugo?

Al juntarme con Plinio, la conversación era larga, así que siempre le decía: ¡Carmen, primero el jugo y después el café!

Mi corazón se hundió en la tristeza mayor cuando ella murió víctima de un cáncer en plena juventud.

Cuando iniciamos la conversación de ese día, Plinio y yo examinamos los acontecimientos.

Me dijo que en la noche se iría para Nagua donde movimientos campesinos estaban invadiendo tierras y su deber era estar allí alentando la lucha popular.

Mis compromisos políticos y laborales estaban en el sur y yo no podía acompañarlo, aunque le di nombres y contactos de algunos de mis compañeros allá para que en caso necesario, los buscara con mi referencia y se apoyara.

Cuando ya me iba de la casa de Carmen, a la caída de la tarde, Plinio salió hasta la calle a despedirme y me dio el nombre de uno de sus hombres de mayor confianza en Azua –creo que se llamaba Rolando– para que lo contactara.

Poco tiempo después en Azua procuré a Rolando y allí estaba este coloradito, bajito de estatura, pero valiente y leal a su jefe.

Al conocernos, Rolando me dijo que el comandante Plinio le había dicho que yo no era parte de su grupo político-militar, pero que era su amigo entrañable en quien podía confiar a carta cabal.

Me puse a su orden y poco tiempo después me dijo: Compañero, nosotros tenemos varias carabinas “Cristóbal”, pero no tenemos municiones, ¿usted me puede dar aunque sean diez cargadores de Cristóbal?

Con pena le respondí: Hermano, conozco bien el arma, pero no la tenemos.

Tiempo después vi una instantánea donde Rolando escoltaba al candidato presidencial del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), Salvador Jorge Blanco, y descargaba una Cristóbal para contener a grupos reformistas que intentaron frustrar una manifestación de campaña en Azua.

Por lo visto, mi amigo encontró balas de Cristóbal por otro lado, porque disparó en manguera, aunque no era su intención matar y no mató ni hirió a nadie.

Para mi sorpresa, Rolando murió muy joven, de muerte natural.

Plinio y yo seguimos vivos, pero no lo he podido ver en muchos años.

Confluí una vez con su hermano Manuel en casa de Hamlet Hermann y cuando le pregunté por él me dijo que precisamente iba a su encuentro porque ese día, cumplía 80 años de edad.

Ahora, mi querido Plinio, debe tener 90 años y mi anhelo es volver a verlo y abrazarlo como en aquellos años de combate, diálogo y alegría.

Listín Diario

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