¿Por qué muchos cristianos son tan crueles?
Por David French
The New York Times
Es columnista de Opinión
Esta es una pregunta que oigo en todas partes, incluso a mis correligionarios cristianos: ¿por qué hay tantos cristianos tan crueles?
No puedo decirte el número de veces que he oído a alguien decir algo así: he sufrido represalias en el mundo laico, pero nada me preparó para el odio en la iglesia. Los creyentes cristianos pueden ser especialmente iracundos e incluso a veces despiadados.
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Es una pregunta sencilla con una respuesta complicada, pero esa respuesta suele empezar con una tentación especialmente seductora, común a personas de todas las religiones: que los fieles, quienes poseen la verdad eterna, tienen derecho a liderar. Según esta idea, el poder hace el bien, y el bien merece el poder.
La mayoría de nosotros tenemos instintos morales lo bastante sólidos como para rechazar la idea de que el poder o la fuerza dan la razón. El poder por sí solo no es un indicador suficiente de rectitud. Podemos ver a la gente inclinarse ante el poder por miedo o sobrecogimiento, pero ceder ante el poder no es lo mismo que reconocer que es legítimo o que es justo.
La idea de que lo justo merece el poder es diferente e incluso puede ser más destructiva. Apela a nuestra ambición a través de nuestra virtud, que es lo que la hace especialmente traicionera. Enmascara su oscuridad. Comienza con la idea de que si crees que tus ideas son justas y correctas, entonces es un problema para todos que no estés al mando.
En ese contexto, tu propia voluntad de poder se santifica. Es una prueba no tanto de tu propia ambición, sino de tu amor por la comunidad. Quieres lo mejor para tus vecinos, y lo mejor para tus vecinos eres tú.
Las objeciones prácticas a esta mentalidad son bastantes. ¿Cómo podemos estar tan seguros de nuestra propia rectitud? Aunque tengamos razón o una visión superior de la justicia en comparación con nuestros oponentes, la búsqueda del poder puede anular la búsqueda de la justicia.
Los ejemplos históricos son demasiado numerosos para enumerarlos. Dale a un hombre una espada y dile que defiende la cruz, y el daño que puede hacer no tiene fin.
También hay una objeción teológica a la idea de que lo correcto merece el poder. En la teología cristiana, Jesús era a la vez Dios y hombre, una persona sin pecado. Yo soy caído y defectuoso. Él no.
¿Y cómo se acercó al poder este individuo singular, este ser eterno hecho carne? Lo rechazó, de palabra y de obra. Y todo empezó con la Navidad.
Si una persona va a buscar a un rey venidero, el último lugar donde va a empezar es en un establo. Pero aquel humilde nacimiento presagiaba una vida humilde y el establecimiento de lo que mi antiguo pastor siempre llamaba “el reino de Dios al revés”.
Las palabras de Cristo eran claras, y atentaban contra todo instinto humano de ambición y orgullo:
“Los últimos serán los primeros”.
“Es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”.
“Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen”.
Esas eran las palabras. Los hechos eran igual de claros. No solo tuvo un nacimiento humilde; Jesús se crio en un hogar humilde, lejos de los pasillos del poder. De niño, fue un refugiado.
Y cuando comenzó su ministerio, se comportaba constantemente de un modo que confundía toda comprensión moderna sobre cómo construir un movimiento, y mucho menos sobre cómo derrocar un imperio.
Se alejaba de las multitudes. Cuando realizaba milagros, con frecuencia decía a las personas que curaba que no se lo contaran a nadie más. Cuando declaró, casi al final de su vida, que debemos dar al “César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”, no solo rechazó la idea de que él fuera el César, sino también la de que el dominio del César fuera ilimitado.
Y entonces, enfrentado a la prueba definitiva —una ejecución injusta—, el derecho cedió ante el poder. El hijo de Dios permitió que unos hombres mortales lo torturaran y mataran, a pesar de que podría haberse liberado de las garras mortales de Roma.
Cuando Jesús triunfó, no triunfó sobre el César. Triunfó sobre la muerte misma. Cuando ascendió al cielo tras su resurrección, dejó la tierra con el César todavía en el trono.
Mi actitud ante la Navidad ha cambiado con los años. Un día que antes era puramente festivo es ahora también profundamente aleccionador. En muchos sentidos, los hechos que rodean el nacimiento de Cristo son tan importantes como el hecho del nacimiento de Cristo. El modo en el que llegó fue una señal de por qué llegó: para redimir corazones, no para gobernar naciones.
Es sorprendente con qué frecuencia la ambición se convierte en crueldad. En nuestro autoengaño, nos persuadimos de que no solo tenemos razón, sino que la tenemos tan claramente que la oposición tiene que tener sus raíces en la arrogancia y la maldad. Atacamos. Intentamos silenciar y destruir a nuestros enemigos.
Pero todo es por el bien público. Entonces dormimos bien por la noche. Nos convertimos en una de las clases de personas más peligrosas: una persona cruel con la conciencia limpia.
El camino de Cristo, por el contrario, excluye la crueldad. Exige compasión. Invierte nuestra brújula moral, o al menos debería hacerlo. Por ejemplo, nos encantan las historias de pobres a ricos, así que si muchos de nosotros escribiéramos la historia de Cristo, quizá empezaríamos con un pesebre, pero acabaríamos con un trono.
Pero la vida de Cristo empezó en un pesebre y terminó en una cruz. Advirtió a sus seguidores de que una cruz podría venir también para ellos. Un reino al revés empezó con un nacimiento al revés. Cuando el propio Jesús es humilde, ¿cómo justificamos nuestro orgullo?
David French es columnista de la sección Opinión. Escribe sobre derecho, cultura, religión y conflictos armados. Es un veterano de la Operación Libertad de Irak y exlitigante constitucional. Su libro más reciente es Divided We Fall: America’s Secession Threat and How to Restore Our Nation. Puedes seguirlo en Threads (@davidfrenchjag).
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