¿Por qué nada parece afectar a Donald Trump?
Flavio Darío Espinal
Con frecuencia se escucha la expresión de que nada, ni las más escandalosas informaciones sobre su vida sexual y financiera ni los múltiples procesos judiciales en su contra, afecta políticamente a Donald Trump. Esto es algo verdaderamente sorprendente en el mundo político estadounidense en el que un cuestionamiento de tipo moral descarrila fácilmente la carrera de cualquier político. ¿Qué puede explicar esta situación tan peculiar dado que, en su caso, no se trata de uno u otro desliz irrelevante, sino de conductas verdaderamente censurables? Lo más llamativo es que se trata de alguien que decidió hacer vida política en el Partido Republicano que tanto enarbola la religión, la moral, la tradición y los valores familiares.
Durante años se estará estudiando este fenómeno, aunque desde ya se puede comenzar a arrojar luz sobre por qué Trump ha quedado prácticamente inmune políticamente (además de querer inmunidad legal) frente a hechos que hubiesen descalificado a cualquier persona para ejercer la vida política y, mucho más, para llegar a la presidencia de Estados Unidos. Una explicación verosímil es que Trump dejó de ser, para sus seguidores más fanatizados, una persona de carne y hueso sujeta a los estándares a los que se someten las demás, sino que él constituye un símbolo -un significante flotante hubiese dicho Ernesto Laclau- que sirve de punto de articulación de las demandas de múltiples sectores sociales que ven en esa figura la oportunidad que no habían tenido en muchas décadas para hacer cambios radicales en la sociedad norteamericana.
Ahora bien, ¿de cuáles cambios se trata? Para empezar, hay que ver el contexto en el que Trump comienza a articular su discurso político. Él transita desde el mundo de los negocios al de la política en torno a una idea clave: el cuestionamiento del certificado de nacimiento de Barack Obama, lo que hizo que él comenzara a conectar con amplios sectores que no aceptaban que el hijo de un africano fuera presidente de Estados Unidos. Ese fue el denominado «birth movement» que le dio vida política a Trump. Más adelante, él entra en la competencia electoral a lo interno del Partido Republicano con el discurso de construir un muro para mantener fuera de Estados Unidos a los «criminales y violadores» que venían de México, muro que, por demás, sería pagado por este país, lo que, obviamente, nunca pudo lograr, pero eso poco importa a sus seguidores.
A pesar de esas ideas, más otras de tipo económico como reducir impuestos a los más ricos y su grandilocuente discurso de Make America Great Again (MAGA), Trump no tenía todavía un proyecto político articulado para llevar a cabo un proceso de cambio radical de tipo antiliberal como el que tiene hoy día. Él ganó las primarias republicanas en 2016 en medio de una competencia abierta en la que nadie tenía una mayoría decisiva y en la que él logró perseverar y triunfar. Luego, gana las elecciones presidenciales en gran medida porque su contrincante, Hilary Clinton, a pesar de su competencia y gran experiencia de Estado, estaba afectada por una fatiga con los Clinton en una parte del electorado que hizo que perdiera algunos estados que debieron estar en la columna demócrata, como Pensilvania, Michigan y Wisconsin, entre otros.
Puede decirse que Trump llega a la presidencia con algunas ideas de extrema derecha, pero nada que estuviera fuera del marco político general del Partido Republicano. No obstante, a siete meses de estar en el poder sucedió un evento que comenzó a perfilar el carácter radical del trumpismo como lo conocemos hoy. La noche del 11 de agosto de 2017, cientos de manifestantes neonazis, supremacistas blancos y antinmigrantes marcharon a través del campus de la Universidad de Virginia, fundada por Thomas Jefferson, con antorchas encendidas tipo el Ku Klux Klan con la consigna de Unir la Derecha. Al día siguiente, uno de esos manifestantes arremetió con su carro contra un grupo de personas que marchaban pacíficamente en la ciudad de Charlottesville, donde queda dicha universidad, incidente en el cual resultaron decenas de personas heridas. En ese ambiente tan cargado, el líder del Ku Klux Klan en ese momento, David Duke, declaró que ellos «materializarían la promesa de Donald Trump de recuperar su país». La respuesta de Trump fue ambivalente: si bien criticó el antisemitismo que se expresó en esa marcha, dijo también que «había gente buena» en ambos lados, lo que marcó el tono y la orientación de su respuesta.
A partir de ese momento, el movimiento ultraderechista -antisemita, supremacista blanco, xenófobo, racista y homofóbico- que siempre ha existido en Estados Unidos comenzó a articularse alrededor de Trump de una manera mucho más coherente, así como a incidir en sus políticas y su forma de gobierno. Por su parte, Trump comenzó a hacer la transición de un típico líder republicano a un líder radical que articula las fuerzas sociales que siempre han cuestionado los principios de igualdad y libertad que se plasmaron como promesa en la Declaración de Independencia de Estados Unidos y que Abraham Lincoln llevó a un plano superior con su emancipación de la esclavitud y su defensa de la unión americana contra los secesionistas del sur. Otros, más adelante, tuvieron que continuar las luchas contra la segregación racial y la discriminación en general, pero siempre con una resistencia abierta o solapada de sectores sociales que se resisten a aceptar esos valores.
Cuando Trump pierde las elecciones de 2020 ya ese movimiento extremista estaba perfectamente cementado con su figura, lo cual explica los acontecimientos del 6 de enero de 2021 cuando cientos de personas irrumpieron en el Capitolio con el fin de impedir la transferencia pacífica del mando cuyas imágenes hablan más que mil palabras. Dicho sea de paso, algo similar le intentaron hacer a Lincoln la primera vez que ganó las elecciones. Para Trump esas personas no son violadoras de la ley ni conspiradores contra el gobierno libremente elegido por el pueblo, sino verdaderos «patriotas» que defienden una causa superior. En estos años de oposición, ese movimiento político, social y religioso alrededor de Trump se ha articulado todavía mucho más, con su principal, aunque no única, base de sustentación en los evangélicos blancos.
En ese contexto, las elecciones de este año en Estados Unidos tendrán un carácter distinto a las que se han producido durante muchas décadas en ese país. Esto es, no se trata sólo de una competencia entre partidos políticos distintos dentro de un marco institucional y de valores compartido, sino que en esta oportunidad se presentará un movimiento político y social encabezado por Trump, canalizado a través del Partido Republicano, que procura redefinir aspectos fundamentales del credo político de esa nación que ha guiado a generaciones en la búsqueda inacabada de la igualdad y la libertad.
Por esta razón, las probadas transgresiones de Trump son, para sus seguidores, meras indelicadezas que carecen de importancia ante la «gran causa» que él representa: recuperar la supremacía blanca y la pureza de la raza, excluir a los extranjeros que contaminan la sangre de los estadounidenses, poner a Dios (un solo Dios) en el centro de todo, restaurar la moralidad contaminada por los homosexuales, los abortistas, los globalistas y demás transgresores, así como devolver el poder a quienes «genuinamente» les pertenece. Es mucho lo que está en juego -mucho más de lo que puede recoger este artículo- pero sólo el pueblo estadounidense podrá definir con su voto lo que realmente desea.
Durante años se estará estudiando este fenómeno, aunque desde ya se puede comenzar a arrojar luz sobre por qué Trump ha quedado prácticamente inmune políticamente (además de querer inmunidad legal) frente a hechos que hubiesen descalificado a cualquier persona para ejercer la vida política y, mucho más, para llegar a la presidencia de Estados Unidos.
Diario Libre