¿Por qué tantos rusos quieren combatir en Ucrania?
Por Marlene Laruelle e Ivan Grek
Laruelle es profesora de la Universidad George Washington, donde Grek es subdirector del programa sobre Rusia.
The New York Times
Desde la perspectiva de un soldado ruso, la guerra en Ucrania debe de parecer una pesadilla. En más de un año de combate, casi 200.000 soldados rusos han muerto o han resultado heridos, según fuentes oficiales estadounidenses, en una operación militar que ha demostrado tanto su incompetencia como tener equipamiento deficiente. Al parecer, la moral está baja y las quejas son frecuentes. Y, sin embargo, un considerable número de rusos siguen dispuestos a combatir; más, de hecho, que al principio de la guerra. ¿Cómo se explica esta paradoja?
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Una razón obvia es el miedo. Los hombres llamados a filas no tienen más remedio que obedecer, porque la oposición a la guerra ha sido prácticamente ilegalizada. Con una atmósfera tan asfixiante, alimentada por la propaganda omnipresente, quizá no sea de extrañar que el descontento no parezca cundir sobre el terreno. Sin embargo, aunque el miedo y la represión determinen las reacciones a la guerra, eso no explica la disposición —la voluntad, incluso— de algunos rusos de servir en el frente. Alrededor del 36 por ciento de los hombres rusos están conformes con el reclutamiento obligatorio para la guerra, y el grupo más partidario son los hombres de 45 años en adelante.
No es una casualidad. En las tres décadas desde el final de la Unión Soviética, esos hombres se han visto abocados al colapso industrial, la desaparición de millones de puestos de trabajo y una menor esperanza de vida. La guerra promete cambiar esa espiral descendente, y transformar a los perdedores del pasado en nuevos héroes tres décadas después, incluso si resultan heridos o si mueren. Para muchos rusos y sus familias, la guerra puede ser un horror, pero también es la última oportunidad de arreglar sus vidas.
En primer lugar, está el dinero. El salario base federal de un soldado ronda los 2500 dólares al mes, con un pago de 39.000 dólares si resulta herido y hasta 65.000 dólares en caso de muerte. En comparación con un salario medio mensual de 545 dólares, se trata de una generosa recompensa, y más aún para los 15,3 millones de rusos, aproximadamente, que viven por debajo del umbral de la pobreza.
Pero se ofrecen muchas más cosas, también. A los que regresan del frente, el Estado les promete una entrada simplificada a empleos como funcionarios, seguro médico, transporte público gratuito y, para sus hijos, educación universitaria y comedor escolar sin costo. Y a los presos que se incorporaron a la empresa militar privada Wagner, el Estado les concede la libertad.
Por supuesto, esas promesas no se cumplen del todo. A muchos no se les ha pagado todo, y las esposas quejan a menudo de la falta del pago en foros públicos. Las entrevistas realizadas a tres miembros del servicio heridos y a sus familias por la cadena TV Rain, opuesta al Kremlin, retrataron el panorama de una vida precaria en el frente: sin paga, sin instrucción militar y con un alto número de bajas. Aun así, los entrevistados seguían considerando que la guerra era justa y querían volver al frente o contribuir a los esfuerzos bélicos como voluntarios.
La razón la proporciona otra guerra. Los soldados de hoy viven a la sombra de la generación que ganó la guerra contra el nazismo. En la cultura pública rusa, no hay honor más alto que ser veterano de la “Gran Guerra Patria”, algo que el régimen ha capitalizado al plantear la guerra actual como una especie de recreación histórica de la Segunda Guerra Mundial. Es evidente que esta mezcla funciona. Como escribió un soldado en Telegram en febrero, la guerra confiere “un sentimiento de pertenencia a la gran gesta masculina, la gesta de defender nuestra Madre Patria”.
La frase es reveladora. Al permitir a los hombres escapar de las dificultades de la vida cotidiana —con sus bajos salarios y sus frustraciones cotidianas—, la guerra les ofrece la posibilidad de restablecer la autoestima masculina. Estos hombres importan, por fin. (Para las mujeres, que han tenido que sufrir los mayores efectos colaterales de la guerra, es más complicado; pero, a pesar de las dificultades, muchas comprenden y apoyan la decisión de los hombres de servir). Los sentimientos de inferioridad también quedan a un lado en el ambiente fraternal del frente. “No importa quién seas, ni tu aspecto”, como dijo un soldado. En la vida en comunidad del conflicto, se disuelven muchas de las distinciones de la vida civil. La guerra es un mecanismo igualador.
Eso explica sin duda su atractivo para las clases más bajas. Mientras que las clases medias y altas urbanas han expresado su inconformidad con la guerra al emigrar, los sectores más pobres de la sociedad rusa ven las cosas de otro modo. La desconfianza hacia los ricos, la creencia de que las sanciones, en realidad, refuerzan la economía y el desdén hacia los exiliados dan fe de que la experiencia del conflicto es una experiencia de clase. Al participar en la guerra, millones de rusos de los estratos más bajos de la sociedad pueden erigirse en auténticos héroes del país, dispuestos al sacrificio supremo. El riesgo puede ser grave, y la recompensa económica, incierta. Sin embargo, la oportunidad de adquirir autoestima y respeto hace que el esfuerzo merezca la pena.
Ese apoyo, claro está, no es incondicional. Cuanto más se prolongue la guerra, con más bajas, pérdidas y promesas incumplidas, más difícil será mantener esos niveles de aceptación. Pero también podría no ser así. La agitación emocional colectiva podría reforzar la opinión de que la guerra debe ganarse, a toda costa. A falta de una visión de futuro alternativa, seguirán imperando Vladimir Putin y su guerra.
Marlène Laruelle es directora del Instituto de Estudios Europeos, Rusos y Euroasiáticos de la Universidad George Washington, donde Ivan Grek es subdirector del Programa de Estudios sobre Rusia.
Fuente The New York Times