¿Presenciamos la decadencia de la bondad humana?
La bondad humana: ¿Se está desvaneciendo o experimenta transformación? Si tomamos partida por lo primero, cabría preguntarse: ¿por cuáles razones se desvanece? Y si aceptamos lo segundo, ¿hacia dónde se dirige esa transformación?
De niño siempre captó mi atención la callada generosidad de mi abuela materna. Era, dicho en buen dominicano, “una santa en la tierra”. Su don, resguardado por la sencillez de sus gestos, se sumaba a un inigualable desprendimiento personal. Tengo aún la imagen inconmovible de aquel ser bondadoso, entregándose a los demás.
Dentro de las estrecheces propias de la familia pobre, ella podía dividir, sin aclamación ni aprobaciones, el pan y los peces. Poseía, sin alardes ni poses, un talante original para hacer el bien. Retengo la manera singular de acompañar a los vecinos, en especial a los más pobres, en los problemas triviales o enojosos de sus atareadas existencias. Como un oráculo de los humildes, allí aparecía, silenciosa en escena.
En cama, visitaba los enfermos y luego, si acontecía lo peor, acompañaba las familias al hospital o en su duelo. Ayudaba desde cualquier plano que demandara la ocasión y la necesidad (de los otros). Huelga señalar aquí que, además, fue rezadora original y devota entera.
Constantemente estuvo ocupada en hacer algo bueno, por alguien. Asimismo, con el saludo amable, el trozo de pan, la tasa de café o el platito de comida. A cualquier hora, frente a cualquier peregrino o atorrante de la comunidad y del entorno.
Imborrable, en el espejo de mi memoria, perdura ese recuerdo envidiable de su vocación casi mística.
Ella, quien nunca imaginó la existencia de San Agustín, de Aristóteles o Kant, impartió cátedras magistrales de piedad y altruismo. Tampoco conoció las teorías basales de la bondad de Richard J. Davison, e ignoró por completo las revelaciones que sobre el temperamento realizó Jerome Kagan, en cuanto a que “nuestro cerebro está programado para practicar la bondad”.
Mucho menos supo algo (apenas sabía leer) de la “ciencia de la bondad”, hoy en rica y acalorada disputa académica. Por supuesto, que le estuvo vedado intuir o imaginar sobre el péndulo bioquímico de un laberinto de sustancias neurotransmisoras que, en nuestro cerebro, modulan la neurobiología de la maldad y de la bondad, a la que se refieren Moya Albiol y colaboradores.
Impensable fue que ella pudiese barruntar con relación a la filosofía, la paleoantropología o las neurociencias. Y, sin embargo, fue extraordinariamente empática, compasiva y solidaria. Cultivadora de la generosidad y de la virtud, con soberana y pura dedicación. Entre la llaneza de su vida ordinaria y el noble entusiasmo de su espíritu delicado, vivió y practicó las virtudes cardinales a voluntad.
Desconociendo por completo que el valor intrínseco de su estela ética habría sido materia de estudios religiosos, sociales, filosóficos, criminológicos y neurocientíficos.
Sin biografía relevante, vivió por un siglo y se despidió de este mundo sin deudas pendientes ni penitencias incompletas. Una vida tan simple albergaba un tesoro escondido. Más de allá de las apariencias visibles y los avatares de un rostro arrugado, brillaba el corazón servicial.
¿De dónde provenía aquel impulso tan reservado y convincente que la inclinaba a ser la buena persona que fue? Ella, que desconoció las teorías del apego y la base neurobiológica y social de la empatía. Quien jamás sospecharía de “las células en espejo” de G. Rizzolatti, ni de la odisea portentosa de un niño milagrosamente extraordinario y resiliente como el neuropsiquiatra Boris Cyrulnik.
Apartada de los meollos filosóficos del bien, ¿cómo los practicó sin espera, con tanta vocación e inusitado valor humano?
¿De dónde surgió ese carácter modesto y encomiable? Indudablemente, de la costumbre. De la cultura. Del espíritu de una ética ancestral. Patrón aprehendido y aprendido de la sana convivencia humilde, de la inclinación cabal por los actos bondadosos, encaminados constantemente hacia lo justo y lo correcto.
El noventa y nueve por ciento (99%) de las personas (normales) aspiran a ser superadas por su descendencia, en especial por sus hijos y nietos. R. Schaffer (2008) al hablar del apego infantil, plantea que la meta bilógica de todo ser es la supervivencia, y la psicológica es la seguridad.
Muy distantes en personalidad y pensamiento, Spinoza y Nietzsche lo asumieron con antelación y apodíctica certeza. El primero, con su Connatus Sese Conservandi, permearía todo el pensamiento posterior, influenciaría al segundo y trasladaría la discusión hasta el presente. ¿Pero ahora, cómo abordamos y procesamos este atributo indispensable para nuestra existencia y, en cierto modo, para la búsqueda fallida de nuestra ansiada felicidad?
El psiquiatra Robert Waldinger, investigador de Harvard, es el cuarto director del estudio más largo y abarcador (desde 1938), realizado con las mismas familias, sobre el comportamiento humano y la felicidad. Después de convivir, estudiar y analizar unas 724 familias (con un grupo de favorecidos y otro de desfavorecidos), las conclusiones fueron sorprendentemente irreprochables: Las personas con vidas más sanas, prolongadas y felices fueron aquellas que tuvieron vínculos fuertes, íntimos, estables y cercanos con otras personas.
Otra vez la generosidad, la cooperación y la empatía, dentro de la ciencia, ganaron terreno y causa. Afianzando un estudio que, después de ocho décadas, reafirmó como las buenas relaciones fomentan la salud física y la longevidad. Y hasta qué punto los cerebros generosos son más plásticos y saludables.
Aquí las preguntas sobrarán; y, como la lluvia abundante, las respuestas caerán en suelos agrestes y en terrenos fértiles. Pero, desde los días ejemplares de la abuela, esta interrogante resurge y persiste: ¿Qué sistema general de valores humanos propone y promociona hoy a la bondad, desde el hogar, la escuela o el debate público? Busquemos las razones.
Listín Diario