Putin está obsesionado con algo que no puede tener

Por Alexander Baunov

The New York Times

Baunov es investigador principal del Centro Carnegie Rusia Eurasia y experto en política rusa.

Vladimir Putin, según sus propias palabras, no es un líder cualquiera. Es un abogado en el trono. Desde el principio de su mandato, se ha apoyado en su formación jurídica como parte de su personalidad presidencial. El reflejo nunca lo abandonó. “Al fin y al cabo, soy licenciado en derecho”, dijo en mayo a un grupo de empresarios, en respuesta a la preocupación de que un acuerdo de paz pudiera hacer que los competidores occidentales volvieran a Rusia. “Si me dan el acuerdo, lo hojearé y les diré lo que hay que hacer”.

Tendemos a pensar que un dictador es quien pisotea la ley, y eso es absolutamente cierto. Pero para un dictador como Putin, quien ascendió desde las filas disciplinadas de los servicios de seguridad hasta la presidencia cumpliendo órdenes, es tan importante poder citar la ley como infringirla. En la actualidad, cada nueva oleada de represión política en Rusia va precedida de la aprobación o revisión de una ley, de modo que cada vez más personas puedan ser castigadas “según la ley”, en lugar de tener que violarla para hacerlo.

La expansión interminable del orden jurídico al servicio del poder de un solo hombre acaba exigiendo una justificación superior. De hecho, toda la carrera política de Putin ha sido una búsqueda de una fuente de legitimidad más profunda que la propia ley, una obsesión personal por demostrar su autoridad. Esto, tanto como la conquista, es lo que impulsa su guerra contra Ucrania: el objetivo es convertir la victoria militar en el boleto de regreso de Rusia al club de las grandes potencias mundiales. Pero eso sigue siendo imposible sin el reconocimiento de Occidente. Y cada vez más, eso parece algo que Putin no puede conseguir.

La legitimidad es un problema eterno para los dictadores. Por muy fuertes que parezcan, siempre sufren un déficit de ella. Su poder, después de todo, no es el resultado de la preferencia popular. Esto explica la afición de los autócratas a los referendos y elecciones amañados: Putin prolongó su mandato en 2020 con un referendo y las elecciones, que se celebran cada seis años, se utilizan para dar una cubierta de consentimiento popular a su gobierno. Sin embargo, un dictador solo puede beneficiarse en cierta medida de la aprobación con carácter oficial. Para muchos dictadores, la verdadera credibilidad se consigue en la escena mundial. Las visitas oficiales y las cumbres, junto con el éxito de las campañas militares, son la prueba de su legitimidad.

En los primeros años del mandato de Putin, esto funcionó. Se reunía con los líderes occidentales y obtuvo victorias en la segunda guerra chechena. Pero cuando su decisión de volver a la presidencia en 2012 desencadenó protestas masivas, inició una nueva batalla por los llamados valores tradicionales rusos contra la corrosiva influencia occidental. Este cambio de enfoque fue una confrontación directa con Occidente, en la que Ucrania fue el terreno de prueba. La anexión de Crimea, presentada como la corrección de una injusticia histórica, no tardó llegar, junto con la incursión en el este de Ucrania. La invasión a gran escala del país en 2022, concebida como una brillante guerra relámpago, consumó su enfoque antagonista.

Fueron intentos sorprendentemente exitosos de ganar apoyo en Rusia. Pero también fueron esfuerzos por remodelar, no romper, las relaciones del país con Occidente. Incluso después de la anexión de Crimea y del conflicto en el este de Ucrania, el Kremlin siguió negociando —sobre todo los acuerdos de Minsk— para terminar con el aislamiento diplomático y reclamar su asiento en la mesa de las grandes potencias. Esos esfuerzos fracasaron y Putin optó por subir la apuesta. Sin embargo, incluso hoy, el Kremlin está dispuesto a mostrar cierto grado de flexibilidad.

A pesar de su discurso intransigente, el Kremlin ya se ha retractado de algunas de sus posiciones extremas. En marzo, Putin propuso ideas como la administración fiduciaria de las Naciones Unidas en Ucrania o la celebración de elecciones como condición previa para el inicio de las conversaciones. Ya no. Moscú ya no insiste en que las negociaciones directas con Ucrania no tienen sentido y que cualquier acuerdo real debe alcanzarse primero con Occidente. También ha desaparecido discretamente la exigencia de una votación parlamentaria ucraniana que derogue la prohibición de mantener conversaciones con Rusia.

Sin duda, esta nueva flexibilidad tiene sus límites. Moscú no ha abandonado sus principales exigencias. Ello se debe a que, en los últimos tres años, Rusia —a pesar de la reticencia del Kremlin a movilizar por completo a toda la nación— se ha convertido en un país en guerra. El enemigo se ha convertido en un mal mítico; los soldados son héroes; hay más muertos y heridos que en ninguna guerra desde la Segunda Guerra Mundial; la economía de guerra está en plena ebullición; la disidencia es reprimida. Incluso Putin habla a menudo de “guerra”, no de “operación militar especial”. Cuanto más largo y amplio sea el esfuerzo bélico, más convincente debe ser el resultado.

Ahí es donde entran en juego las negociaciones. El Kremlin las ve claramente como un lugar donde puede reclamar una victoria que hasta ahora lo ha esquivado en el campo de batalla. Esto ayuda a explicar la aparentemente absurda exigencia de que Ucrania se retire de zonas que Rusia ni siquiera controla. Para Putin, la victoria no consiste solo en apoderarse de territorio, sino en dictar las condiciones, redibujar las fronteras y hacer que se reconozca la nueva realidad. Así es como Putin puede asegurarse la legitimidad que ansía.

No es sorprendente que esta postura sea difícil de entender. Incluso miembros aparentemente comprensivos del gobierno del presidente Donald Trump creen que Putin está pidiendo demasiado. Es evidente que el presidente Trump está cada vez más frustrado; su plazo de 50 días para la paz, ahora acortado a “10 o 12 días”, es una prueba de que su paciencia se está agotando. En cuanto a Ucrania, a pesar de las señales de fatiga por la guerra y la voluntad de considerar acuerdos que no le benefician, no hay razón para creer que aceptará un ultimátum de Moscú, aunque algunas partes de este tengan respaldo en Washington.

Mucho antes de que Trump asumiera la presidencia, la idea de un gran acuerdo entre grandes potencias ya era popular en Rusia. El modelo siempre fue la Conferencia de Yalta de 1945, en la que Occidente supuestamente aceptó las esferas de influencia soviéticas. Esto subyace al sueño recurrente en Moscú de una “nueva Yalta”, un sello formal de legitimidad para los reclamos actuales de Rusia. Sin embargo, lo que pocos recuerdan es que Yalta fracasó. En lugar de armonía, dio paso a la Guerra Fría. Stalin, tras dudar entre la legitimidad y la fuerza, eligió la segunda. El mundo quedó dividido.

Putin parece estar atrapado en el mismo dilema, entre apoderarse de todo lo posible y legitimar al menos parte de lo que se ha tomado. Al igual que Stalin, tras dudas similares, es probable que tome la misma decisión: confiar solo en la fuerza, no en Occidente, para asegurar lo que ya ha ganado. Eso podría ser una especie de victoria. Pero no sería lo que él quiere.

The New York Times

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