Putin y Trump: la danza hipócrita de los halcones

Cuando Vladimir Putin y Donald Trump coinciden en algo, es hora de ponerse a temblar. Este fin de semana ambos líderes dejaron claro que, a menos que haya voluntad real de llegar a acuerdos, reunirse de nuevo sería una pérdida de tiempo. ¡Qué conmovedora sinceridad entre dos personajes que rara vez se comprometen con algo que no sea su propio ego!

La próxima reunión pautada en Budapest —esa capital convertida en pasarela de autócratas— no pinta más que como un espectáculo diplomático de cartón piedra. Ya ambos saben que no hay condiciones para una salida negociada al conflicto que lleva más de tres años dejando cadáveres, ruinas y desplazados. Ucrania sigue pagando la factura con sangre, mientras Rusia juega a las anexiones imperiales como si estuviéramos en 1945.

Putin, con descaro, insiste en apropiarse de más del 20% del territorio ucraniano. Una movida que no tiene otro nombre que robo a plena luz del día, ejecutado con misiles, bombardeos selectivos y una campaña sostenida para borrar del mapa a un país soberano. Es colonialismo versión siglo XXI, con propaganda, drones y mucha complicidad geopolítica.

Mientras tanto, Trump se dedica a su pasatiempo favorito: el doble discurso. Un día promete los misiles Tomahawk a Zelenski, y al siguiente congela la ayuda porque se le torció el bigote. Ahora, lanza sanciones contra la industria petrolera rusa, seguido obedientemente por la Unión Europea. Pero ¿han surtido efecto? No. El Kremlin sigue llenando sus arcas, gracias al petróleo que igual se vende por la puerta trasera de la diplomacia del chantaje.

Todo esto se traduce en una realidad incuestionable: ni Putin quiere la paz, ni Trump sabe lo que quiere. En este teatro de guerra, los muertos son ucranianos, los desplazados son millones y los discursos son pura espuma. Y mientras los misiles llueven, Putin se burla del que fue su archienemigo en la Guerra Fría: Estados Unidos, ahora más dividido, más tibio, más incoherente.


Se fue Melissa, pero la emergencia se queda

Melissa, esa tormenta de nombre dulce y efectos amargos, ya cruzó el país, dejando a su paso más de lo que algunos quieren admitir. Un muerto, un desaparecido, comunidades enteras sin electricidad —aunque Celso Marranzini jure que el servicio está “estable”—, acueductos fuera de servicio, poblaciones incomunicadas y, claro, los drones llevando comida como si fueran ángeles del siglo XXI.

¿Estamos preparados? Sí, algo hemos aprendido. Ya no estamos en los tiempos donde la Defensa Civil eran dos señores con un radio y una bandera. Pero ojo: la resiliencia no debe confundirse con triunfalismo. A Melissa aún se le está cuantificando el daño, y ya algunos andan diciendo que es el fenómeno atmosférico más impactante de las últimas décadas. ¡Por favor! No insultemos la memoria de David, Federico, Georges, Jeanne, Noel, Olga…

Sí, la prevención ha mejorado. Sí, la respuesta fue rápida. Pero también hay zonas donde el mismo cuento se repite: barrios construidos sobre cañadas, drenajes colapsados, gente viviendo en zonas de alto riesgo como si no existiera el mapa de vulnerabilidad. ¿Dónde está la planificación urbana? ¿Dónde están los desalojos preventivos?

Y claro, todo se paralizó tres días. ¿Era necesario? Tal vez. ¿Fue proporcional? Habrá que discutirlo. Pero no caigamos en el melodrama institucional. Melissa fue fuerte, pero no fue un apocalipsis. Pongamos los pies en la tierra y no usemos cada tormenta como excusa para montar operativos de relaciones públicas.


El cólera llama a la puerta: ¿alguien en Salud Pública escucha?

El vecino Haití, siempre en crisis, ahora tambalea ante nuevos brotes de cólera. Y para colmo, Melissa también pasó por allá, dejando charcos, barro y condiciones ideales para que el cólera se convierta en plaga. Aquí, mientras tanto, seguimos con el cuento de que tenemos la frontera “cerrada por aire, mar y tierra”. Claro, como si eso detuviera a quien necesita sobrevivir.

¿Alguien ha visto un verdadero cerco sanitario? No. ¿Cuántas veces se controla la entrada de productos, personas, animales, bacterias, virus? Menos. Porque sí, cada semana se abren los mercados binacionales, mientras los pasos fronterizos siguen tan porosos como el queso suizo. Y si a eso le sumamos el soborno institucionalizado, tenemos un cóctel listo para que el cólera cruce con pasaporte VIP.

Una sola bacteria de Vibrio cholerae es suficiente para encender el infierno en Dajabón, Jimaní o Elías Piña. ¿Y si llega a Santo Domingo? Que Dios nos agarre confesados. Más vale tomar medidas preventivas ya. No se trata de cerrar la frontera con más militares, se trata de asegurar que cada paso esté monitoreado con pruebas sanitarias, educación comunitaria y vigilancia epidemiológica real.

Porque no hay país turístico que aguante una crisis de cólera. Y no basta con campañas tibias o alertas discretas. Aquí hace falta una ofensiva sanitaria contundente, con nombre y apellido. Porque si se duerme el camarón, se lo lleva la corriente… o en este caso, la epidemia.

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