Quizá Trump y Miller no entienden a los estadounidenses tan bien como creen
Por Jamelle Bouie
The New York Times
Columnista de Opinión
Casi todo el mundo, salvo los apologistas y los inconformistas profesionales, estaría de acuerdo a estas alturas en que el presidente Donald Trump pretende convertir Estados Unidos en una autocracia personalista, donde sus caprichos sean política y su voluntad sea ley.
Pero la ejecución ha sido desordenada. Trump intentó abrumar al público con una campaña de conmoción y pavor. Sus órdenes ejecutivas se dirigieron a una amplia franja de la sociedad civil, lo que obligó a estados, municipios, colegios, universidades y bufetes de abogados a agazaparse a la defensiva. Su llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental —dirigido, hasta hace poco, por Elon Musk, su aliado multimillonario— saqueó el gobierno federal, despidió a miles de funcionarios, anuló la capacidad crítica del Estado y destruyó agencias enteras, incluida la USAID, una medida que puede acabar con la vida de incontables miles de personas en todo el mundo.
El esfuerzo más reciente del presidente es la represión de la inmigración en ciudades dirigidas por demócratas. En Los Ángeles, donde el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) ha estado llevando a cabo redadas de cualquier persona que pudiera carecer de estatus legal, Trump desplegó soldados de la Guardia Nacional e infantes de marina, alegando disturbios y violencia por parte de los manifestantes. Ha amenazado con hacer lo mismo en Chicago y Nueva York.
Curiosamente, los dos estados con mayor población de migrantes indocumentados después de California son Texas y Florida. Pero según la filosofía que está adoptando el gobierno —una versión de “Para mis amigos, todo, para mis enemigos, la ley”— ambos estados han recibido una especie de excepción del programa de deportación de la Casa Blanca debido a sus gobernadores republicanos.
Se suponía que tanto la represión del ICE como haber llamado al ejército para reprimir las protestas acercarían al público al gobierno, en oposición a la supuesta delincuencia y el desorden. El desfile militar del presidente —que pretendía imitar las ornamentadas procesiones que se ven en Rusia, Corea del Norte y otras dictaduras— pretendía igualmente ser una muestra de la popularidad de Trump: una demostración de la conexión casi espiritual que se supone que tiene con el pueblo estadounidense.

Excepto que es todo lo contrario. Lejos de galvanizar al público a su favor, el ambicioso esfuerzo de Trump por imponer su voluntad al país solo ha generado descontento y reacciones negativas.
Lo vemos en las encuestas, donde la mayoría de los estadounidenses dicen que desaprueban el gobierno de Trump y donde el presidente está debajo del agua en prácticamente todas las cuestiones importantes, incluida la inmigración. También lo vemos sobre el terreno. El sábado, unos cinco millones de estadounidenses participaron en una protesta nacional contra las pretensiones monárquicas del presidente. Se trató de una de las mayores manifestaciones de este tipo en la historia del país.
En su influyente libro de 1922, La opinión pública, Walter Lippmann observó que los líderes políticos ejercen su mayor influencia sobre el público cuando la cuestión o el interés en cuestión es abstracto para la experiencia de la mayoría de la gente. “La incidencia de las políticas determina la relación entre líder y seguidores”, escribió Lippmann. “Si aquellos a quienes necesita en su plan están alejados del lugar donde ocurre la acción, si los resultados se ocultan o se posponen, si las obligaciones individuales son indirectas o todavía no se esperan, sobre todo si el asentimiento es un ejercicio de alguna emoción placentera, es probable que el líder tenga carta blanca”.
Por eso, explicaba Lippmann con ejemplos, la prohibición era popular “entre los abstemios” o la razón por la cual “los gobiernos tienen tanta carta blanca en asuntos exteriores”. Todos los dirigentes, salvo los más excepcionales, concluía, “prefieren políticas en las que los costos sean, en la medida de lo posible, indirectos”.
Aquí vemos el problema fundamental de Trump. Él y su Casa Blanca parecen pensar que el costo de sus políticas —las consecuencias de su esfuerzo por moldear el país para adaptarlo a sus obsesiones nativistas y mercantilistas— son indirectas. ¿A quién le importan unos cuantos miles de manifestantes en Los Ángeles, o incluso unos cuantos millones de migrantes indocumentados, de los más de 340 millones de habitantes de Estados Unidos? Pero la realidad es que endurecer la frontera y vigilar más estrictamente la inmigración —para expulsar al mayor número posible de personas no autorizadas— es someter necesariamente a los ciudadanos estadounidenses al escrutinio y la violencia del Estado. El control externo requiere la represión interna.
“Los controles de la inmigración, más que muchos otros instrumentos para gobernar, fomentan la regulación de la vida privada y comercial, la vigilancia de las instituciones sociales —desde las escuelas y universidades hasta las organizaciones profesionales— y, en el peor de los casos, la militarización de partes de la sociedad”, observa el politólogo Chandran Kukathas. “Pueden inmiscuirse tan profundamente en las relaciones entre las personas que conforman la vida civil que tienen la capacidad de comprometer las instituciones legales de una sociedad, así como de infligir graves daños a los ciudadanos particulares, sus familias y sus comunidades. Si no se controlan, fomentan la sustitución del Estado de derecho por reglamentos, de la política por la policía”.
Adam Gurri, en un texto que escribió para la revista Liberal Currents, llama a esto “la lógica totalitaria de los controles de inmigración”. Las leyes de inmigración, subraya, “son restricciones a lo que los ciudadanos pueden hacer”.
Tanto Trump como Stephen Miller, el principal arquitecto de las políticas de inmigración de este gobierno, pueden haber imaginado que su represión aislaría a un grupo relativamente pequeño de personas y sería recibida con indiferencia por la mayoría de los estadounidenses, lo que daría a Trump y a Miller rienda suelta para hacer lo que quisieran. En realidad, no hay forma de llevar a cabo una represión de la inmigración que no afecte a los ciudadanos de a pie, que proteja a sus familias y mantenga intactas sus comunidades. Y así, con cada detención del ICE surge una nueva historia: un padre migrante que fue separado de su hijo que es ciudadano; un empresario indocumentado cuya detención amenaza el sustento de sus empleados; legisladores detenidos por el aparente delito de hacer preguntas a los agentes del ICE.
El resultado es un número creciente de estadounidenses que se han vuelto contra la Casa Blanca por ira e indignación ante lo que consideran una extralimitación. Recuerda a la transformación de aquellos estadounidenses que experimentaron, de primera mano, las consecuencias prácticas de la Ley de esclavos fugitivos de 1850. “Una noche nos fuimos a dormir como whigs anticuados y conservadores de la Unión del Compromiso, y nos despertamos como abolicionistas absolutamente enloquecidos”, comentó el filántropo antiesclavista Amos Adams Lawrence tras lo que probablemente fue su primera confrontación con la realidad del sistema esclavista: la detención y devolución de Anthony Burns a la esclavitud.
Incluso un presidente autocrático necesita a la opinión pública de su lado, aunque solo sea para evitar la oposición de sus adversarios políticos. Puedes imaginar (o, bueno, podrías imaginar, si te esforzaras) a un Trump más estratégico que comprendiera el riesgo que corre su proyecto político. Este Trump podría desviarse de su ofensiva contra la inmigración hacia un terreno más favorable. Podría dar un paso atrás para trabajar en la consolidación: asegurar sus victorias mientras se prepara para la siguiente ofensiva. Incluso podría frenar a Miller y hacer una demostración de disciplina con uno de sus ayudantes más agresivos para dar una señal de moderación.
Aparte de alguna ligera vacilación sobre la actividad del ICE en granjas y hoteles, el Trump que existe en la realidad ha hecho lo contrario. Su respuesta al fracaso del fin de semana que acaba de pasar —y a la impopularidad general de su proyecto— ha sido pisar aún más el acelerador. Más amenazas, más detenciones, más represión en más ciudades, o como escribió hace unos días en su plataforma Truth Social: “El Pueblo Estadounidense quiere que nuestras Ciudades, Escuelas y Comunidades estén SEGURAS y LIBRES del Crimen, el Conflicto y el Caos de los Extranjeros Ilegales. Por eso he ordenado a todo mi Gobierno que ponga todos los recursos posibles detrás de este esfuerzo, y retroceda la marea de la Migración de Destrucción Masiva que ha convertido Pueblos que solían ser Idílicos en escenarios de la Distopía del Tercer Mundo”.
Hay muchas razones para pensar que este redoblamiento alejará aún más al público del gobierno, y hay muchas razones para pensar que, en respuesta, la Casa Blanca triplicará entonces las medidas. Sin duda, parte de esto se explica tanto por la obstinada arrogancia de Donald Trump como por la obtusa monomanía de Stephen Miller. Pero otra parte, creo, se explica por su creencia genuina de que su alboroto antiinmigración es lo correcto. Creen en ello. Y ninguna protesta los empujará a reconsiderarlo.
Lo único que parece querer la Casa Blanca, parafraseando a Abraham Lincoln, es que el pueblo estadounidense deje de calificar de equivocada la represión y se una a ellos, que creen que es lo correcto.
No creo que su deseo se cumpla.
The New York Times