Racismo, derechos humanos y religión
Por César Pérez
Hoy 10 de diciembre, es el día de los Derechos Humanos, instituido por Naciones Unidas para difundir el valor perenne de esos derechos. Este día nos encuentra consternados por el trágico final del calvario de una niña haitiana en una desaprensiva excursión del Colegio Da Vinci de la ciudad de Santiago. Nos llega en este periodo navideño que se inicia y en este convulso momento en que la bestia del racismo recorre el mundo, provocando guerras, un holocausto en Gaza y persecuciones diversas que terminan muertes individuales o colectivas. En este contexto, es pertinente que insistamos en la condena a las ancestrales e innegables expresiones discursivas y concretas de racismo en nuestra sociedad y la relación que existe entre racismo, religión y la construcción de las identidades nacionales
En efecto, desde la antigüedad, el racismo ha tenido un venoso contenido xenófobo, un claro desprecio hacia el “otro” para construir la supuesta homogeneidad/pureza de una comunidad o una nación que imaginariamente la diferencia de otras, consideradas portadoras de todo lo malo, de todo cuando es necesario rechazar porque amenazan esa presumida homogeneidad. François Fontette cita una frase del destacado historial romano, Tácito, 55 años antes de Cristo, en la que de los judíos decía: “entre ellos es profano todo lo que para nosotros es sagrado; en cambio permiten todo lo que para nosotros es execrable”. Desde entonces el antisemitismo es sinónimo de persecución racista.
Casi dos mil siglos después, el filósofo alemán, H. S Chamberlain, también citado por Fontette, decía: “con Jesucristo apareció en el mundo el genio religioso absoluto; nadie estaba mejor formado que el pueblo germano para escuchar aquella voz divina”. Una expresión de petulancia, de esa soberbia de algunos intelectuales que sirven de caldo de cultivo y justificación de matanzas colectivas o individuales. Lo reafirma Fontette cuando dice que, menos de diez años de la muerte del autor de esa infeliz afirmación, una religión racista se concretizó como vagos argumentos en los dirigentes nazis que le sirvió de base al régimen para cubrir el cielo alemán con el humo producido por millones de cadáveres. No solo de judíos. El cielo europeo no pocas veces lo ha cubierto el humo de hogueras de las guerras religiosas con tintes racistas.
La extensa literatura que describe la presunta “descompuesta naturaleza judía” es esencialmente igual a aquella en la que sectores de la Ilustración se expresaban sobre la de los rusos y a su vez estos sobre los europeos (aún hoy). Esencialmente, de ese modo durante siglos se han expresado tanto franceses, italianos, ingleses, alemanes sectores del nacionalismo vascos, etc., sobre esa “espantosa mezcla de sangre y razas” que para ellos hacía inferiores a los españoles. Pero paradójicamente, también estos últimos establecieron el mito de la “pureza de sangre” para justificar aquí el impedimento de casamientos mixtos y a negros o mulatos ocupar altos cargos públicos o en la iglesia. Un país con ese pasado, donde hubo esclavitud, un holocausto de contenido racista hace apenas 88 años y textos abiertamente racistas no puede negar la existencia de racismo.
Es casi de sentido común: quien discrimina una etnia termina discriminando toda etnia percibida como diversa. Por consiguiente, quien discrimina un judío termina discriminando a todos los judíos, quien lo hace con un árabe, un asiático, un europeo del sur, un africano, un afrodescendiente o un haitiano, termina discriminado a todos sus semejantes, a quienes percibe con características étnicas parecidas.
Un ejemplo, aquí en las redadas contra los haitianos no pocas veces se apresan dominicanos, algo parecido sucede actualmente en EEUU con los inhumanos, confusos e indiscriminados apresamientos de “indocumentados” latinoamericanos con o sin papeles. Generalmente esas manifestaciones de intolerancia las acompañan inaceptables violaciones de los derechos humanos.
Y es que, en la historia de la construcción de las identidades nacionales o de estados pretendidamente étnicos, se han cometidos todo tipo de violencias y persecuciones contra el “otro”, el no creyente o el diversamente pensante, provocando irreparables heridas y muertes. Todo por una “causa” esencialmente confusa, basada en un credo político/ideológico o religioso generalmente galvanizado con la idea de una supuesta superioridad de la comunidad poseedora de ese credo y la movilización de grandes grupos de individuos para defenderlo. Por esa “causa”, imaginariamente pura y única, es que a lo largo de la historia, “tantos millones de personas maten y, sobre todo, que estén dispuesta a morir por estas”. Recordando a Hobsbawm.
Finalmente, las identidades nacionales, las especificidades culturales y algunos valores religiosos son factores claves para el desarrollo. Pero su instrumentalización, usándolos contra un “otro”, convertido en enemigo, en el pasado condujo a excesos que terminaron en catástrofes. Repetir ese pasado, como pretenden algunos, más que una obtusa soberbia, constituye una apuesta suicida e inviable en un mundo donde la construcción de las identidades nacionales es en extremo compleja, con transformaciones en los procesos productivos y en los medios de comunicación; además con cambios demográficos y flujos migratorios indetenibles. Una realidad que debe ser enfrentada con propuestas inteligentes, no con inaceptables abusos e irrespeto a derechos humanos fundamentales.
Acento

