Reflexiones ociosas
José Luis Taveras
Traspasamos el umbral del 2025, un año atestado de expectativas. Volvemos así a esperar del tiempo mejores tiempos. Pero, siendo objetivos, el calendario solo es un ordenador de la existencia; no tiene otro valor. Lo esencial depende de nosotros.
En esa lógica, no existe viejo o nuevo año, pero preferiremos vivir la ilusión, animados por la «premonición» de que cada primero de enero se reinicia el conteo de la vida. El tiempo, en cambio, pasa sin retorno. Por más teorías empeñadas, siempre será una idea abstracta del «movimiento» de las cosas para secuenciar los eventos de la vida.
No le debemos al tiempo más que la conciencia de nuestra mortalidad como condición sometida a su puntual mandato. Al final, la vida no reside en lo que «perdura» sino en lo que «somos» en ella. «Ser» es un constructo que reúne y concilia distintas realizaciones más allá del reconocimiento y la aprobación que pretendemos de los demás.
A la postre, somos la suma de elecciones buenas o malas, no de años. Lo nuestro no es una carrera de tiempo; es un proyecto de propósitos. Así, al momento de cerrar balances muchos se tasarán por el tiempo vivido, no por el peso de sus construcciones interiores. Desde una perspectiva geométrica, ello supone medir la existencia por área y no por longitud. No se trata de una carrera lineal, sino poliédrica, perfilada de ángulos, vértices y trazos que dimensionan sus propósitos.
Es que hay tantas fantasías, fijaciones y atenciones que desvalijan la vida de sus verdaderos propósitos. Esos que no sirven ni para comprar lo que ella nos da gratuitamente: un mimo susurrado, una ventana al sol, un coral entre la arena, unas arrugas bendecidas, una mirada del alma, un tiempo errante, un camino abierto, un ladrido a la distancia o el rugido quejumbroso del follaje sobre el cristal.
Nos rendimos al tiempo creyendo que siempre habrá oportunidades o viviendo el temor de perder las logradas. Ese es el relato de tantos seres intrascendentes. Es que tenemos un oscuro tirano con distintos nombres: trabajo, bienes u orgullo, que nos roba vida para persuadirnos de que triunfamos. Algunos se conforman con la estafa; otros mueren en la frustración. Su dominio es indoloro. Bajo su sombra se congelan las grandes decisiones. Es un caudillo de apariencias bondadosas que solo nos suelta al perder las fuerzas; es entonces cuando advertimos que la vida apenas pasa sin enterarnos; que hicimos cosas que poco o nada agregaron valor a lo esencial.
Hay quienes esperan aclamaciones cuando declaran haber trabajado treinta, cuarenta años o más, como si esa condición fuera razón para merecer la eternidad. Otros, aún más confundidos, confiesan, con irrebatible orgullo, haberle rendido toda una existencia a una empresa, un proyecto o una relación, perdiendo en ese trance identidad y libertad.
Peor es cuando nos convertimos en una mera hipoteca de los bienes. Y es que no es humanamente cómodo ser definido por lo que se acumula. El humano es más que sus logros. Debemos vivir en cambio el sentido del desapego, como conciencia que nos distingue y separa de los bienes o de la notoriedad. Es virtuoso alcanzarlo, pero ello supone transar con uno mismo. La imposición del «ser» al «tener» es épica en una sociedad dispuesta a valorar la realización por balances patrimoniales. Ese es el torcido modelo impuesto por la «ideología del éxito» en su ligera cultura de marcas, frivolidad y consumo.
El tiempo no se agota, sencillamente morimos. Ese día, mes y hora se registrarán en un documento oficial que abrirá el inicio de nuestro olvido. Antes, es posible que tengamos la oportunidad de «cotizar» nuestra historia. En ese instante, absolutamente solemne, las cosas regresarán a su lugar para recibir el exacto valor que merecen. Es muy posible que lleguemos a la conclusión de que el precio se calculará no por los logros, sino por cada huella nuestra en la historia de los demás. Entonces habremos vivido la trascendencia.
Diario Libre