Revolución, monarquía y democracia

Flavio Darío Espinal

Cuando se piensa en revoluciones hay dos que sobresalen de inmediato: la Revolución francesa (1789) y la Revolución rusa (1917). Ambas tuvieron una alta dosis de teatralidad que influyó enormemente en el imaginario colectivo: la primera estuvo marcada por el canto épico de La Marsellesa, la toma de la Bastilla y el cautivante lema “libertad, igualdad y fraternidad”, mientras que la segunda lo estuvo por la dramática llegada en tren de Lenin desde Zúrich a Petrogrado (hoy San Petersburgo) que galvanizó a las masas populares, la toma del Palacio de Invierno por obreros, soldados y marinos en octubre de 1917 (de ahí el nombre de la Revolución de Octubre) y la proclama revolucionaria de “todo el poder para los soviets”. 

Ambas revoluciones pusieron fin a regímenes monárquicos: la Revolución francesa a la monarquía de los Borbones encabezada por Luis XVI y la Revolución bolchevique a la monarquía de los Románov encabezada por el zar Nicolás II. En ambos casos los revolucionarios decapitaron a los monarcas y sus familiares más cercanos como expresión de una radicalidad que pretendía pulverizar el viejo régimen y construir un nuevo orden político que reconociera, en el caso francés, los derechos de los ciudadanos y, en el caso ruso, las reivindicaciones de los obreros y campesinos. 

No obstante, ambas revoluciones desembocaron en la negación de la libertad y la democracia. La Revolución francesa generó inmediatamente el reino del terror y dio paso, poco tiempo después, al despotismo napoleónico y a la restauración de la monarquía absoluta. Por su parte, la Revolución bolchevique parió un régimen totalitario de partido único que, en nombre del socialismo y de las leyes inexorables de la historia, causó decenas de millones de muertos como respuesta a la disidencia de quienes no se encuadraban en los mandatos absolutos de la clase dirigente. 

Otra experiencia histórica que merece mencionarse es la Revolución china, la cual tuvo también su teatralidad con la Gran Marcha del Ejército Rojo que consolidó el liderazgo de Mao Zedong, quien condujo al Partido Comunista Chino, luego de años de guerra civil, a la toma del poder en 1949. Esta revolución también causó millones de muertos, primero con el Gran Salto Adelante que llevó a cabo una colectivización forzada de la economía, y luego con la Revolución Cultural que desencadenó una de las más terribles purgas políticas de la historia moderna. Con el paso de los años y nuevos líderes, China dejó atrás el ethos colectivista propio del pensamiento maoísta y asumió sin tapujos el capitalismo pero con un sistema de partido único y un control absoluto del quehacer político.

Otras dos grandes revoluciones son prácticamente ignoradas en las clases de historia y en las discusiones políticas sobre los fenómenos revolucionarios: la Revolución Gloriosa inglesa de 1688 y la Revolución americana de 1776. A ambas les faltó la teatralidad de las otras revoluciones por no tener íconos atractivos fácilmente identificables ni por haber pretendido una redención total de los males de sus sociedades sino llevar a cabo la tarea, tal vez más modesta y aburrida, de organizar un sistema de gobierno que hiciera posible el ejercicio de la democracia y la libertad. En el caso estadounidense, si bien el proceso produjo una Constitución escrita con aportes imperecederos al constitucionalismo liberal-democrático, este se vio manchado por la legitimación de la esclavitud en los Estados del sur que, décadas después, daría lugar a una guerra civil y a la proclama de la emancipación por el gran Abraham Lincoln.

Interesa de manera particular en esta oportunidad el caso de la Revolución Gloriosa tomando en cuenta que el fallecimiento de la reina Isabel II ha generado debates en algunos círculos de opinión sobre la pertinencia de mantener un sistema anacrónico como monarquía. De más está decir que el pueblo británico -el único que puede decidir al respecto- apoya dicho régimen, pero más allá de ese factor de opinión pública vale la pena resaltar algunos aspectos de esa revolución de mediados del siglo XVII que tuvo lugar entre la publicación de El Leviatán de Thomas Hobbes y de los Dos Tratados sobre el Gobierno Civil de John Locke, quienes fundaron la concepción de la política basada en el consentimiento de los gobernados, el reconocimiento de la igualdad y la libertad de las personas y, en el caso de Locke, de la limitación y la división del poder.

La llamada Revolución Gloriosa, que empezó por pugnas entre miembros de la propia monarquía y de las clases privilegiadas en medio de diferencias religiosas -anglicanismo vs catolicismo-, produjo uno de los fenómenos políticos más fascinantes en la historia política universal: la reconciliación de la monarquía con el parlamentarismo con la hegemonía progresiva de este último como garantía de la democracia y la libertad. No es casual que en 1689, en medio del proceso revolucionario, se adoptaran la Declaración de Derechos (Bill of Rights) y la Ley de Tolerancia, la cual, aún cuando no reconoció plenamente los derechos de los católicos, sentó las bases para la libertad y la tolerancia religiosa, pieza fundamental del liberalismo político.

Los revolucionarios ingleses no prometieron hacer tabula rasa con el viejo orden, como sí lo hicieron los revolucionarios franceses, rusos y chinos, cada cual con su propia configuración ideológica. Su propósito fue articular instituciones y valores políticos que no necesariamente confluyen de manera espontánea sino a través de una compleja construcción política, en este caso la articulación entre la tradición monárquica del pueblo inglés (luego Gran Bretaña) y el parlamentarismo emergente que representaba las demandas de participación del pueblo en la toma de decisiones políticas y el reconocimiento de los derechos y las libertades individuales. 

Desde luego, esta original combinación, brillantemente descrita por Walter Bagehot en sus escritos entre 1865 y 1867, fue sumamente exitosa en el contexto inglés, lo que no quiere decir que era la fórmula válida para las otras experiencias revolucionarias de los siglos subsiguientes. La Revolución Gloriosa no produjo una Constitución escrita, pero sí creó la monarquía constitucional que puso fin al absolutismo y abrió las compuertas del parlamentarismo y el respeto de los derechos de las personas. Para ponerlo en términos arquitectónicos: Londres tiene su maravilloso Palacio de Buckingham como expresión de la tradición monárquica de ese pueblo, pero por encima de este icónico lugar está el grandioso Palacio de Westminster, sede del Parlamento y símbolo del triunfo de la democracia y la libertad sobre el absolutismo y la opresión.

Fuente Diario Libre

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