Ser padre
José Luis Taveras
He tomado decisiones tardías; una de las más prominentes fue la de tener un hijo. Solo uno, por designio del destino y no por mis deseos. A los 40 y tantos me estrené como padre.
Para mí fue excitante hacerle espacio en un cuadro consumado de vida. Mi aprensión era no saber si él podría sentir alguna empatía con quien lo iba a superar por tantos años. Esa angustia se recrudecía cuando algunos de mis amigos me felicitaban como abuelo.
Aquel 28 de enero fue memorable. A las 10:47 p.m. ponían en mis manos una criatura quebradiza de piel fina como de reptil y manitas trémulas de frío. Temía lastimarlo hasta con la mirada. Sentir que aquello tan frágil era mío era una sensación misteriosa. Recordé a Spalding Gray cuando dijo: «Cuando sostuve a mi bebé en mis brazos, entendí por qué la gente sigue teniéndolos».
En el posparto su madre convivió con sus padres durante algo más de un mes. Yo iba cada noche a verlos. Apenas resistía unos minutos de contención. Lo que quedaba era un disimulado sollozo que solo cesaba cuando el sueño me vencía. Era una mezcla indescifrable de felicidad y miedo. Empezaba a construir de mil maneras su futuro, pero el temor a perderlo subvertía cualquier ilusión. Entre esos dos extremos se mecían como péndulo mis incertidumbres.
Con el tiempo mi hijo creció en carácter y sabiduría. Las fuerzas y motivos de vida se hicieron troncos robustos a su lado. Nunca me mantuve ajeno a cada vivencia y procuré que en ellas siempre hubiera alguna razón meritoria para recordarme. Poco a poco le fui dando riendas para emprender sus pequeñas determinaciones, solo con el apoyo que necesitaba.
Soñé con un hijo genio y que de alguna manera alcanzara lo que yo no pude en construcciones de vida. En ese afán quise animarlo a ser lo que sus padres anhelaban, pero nos dimos cuenta de que nos bastaba con tener un niño feliz y ese estado se cimenta sobre todo en la libertad de ser.
Al imaginarme tan adulto frente a él, le temía a la distancia del respeto, al trato frío o a que no me tuteara; Sin embargo, la cercanía intencional que nos hemos dado ha revelado lo contrario: somos los mejores amigos y compartimos de a igual a igual la experiencia de vivir en familia. Eso me ha obligado a entrar a su mundo, a conocer sus preferencias, a latir con sus emociones por el fútbol y hasta a competir por ganar trivias de cultura universal o probar quién conoce más banderas del mundo. A veces pienso que el muchacho soy yo; eso me ha rejuvenecido interiormente hasta el punto de desechar algunas atenciones del rígido mundo adulto.
Sebastián, ya adolescente, sufre los embates emocionales de una etapa cruda y volátil; de repentinos cambios de humor e incomprensiones. Su vida es una pregunta abierta en incontables puntos suspensivos. Pocas respuestas lo dejan conforme. La avidez por saber no tiene límites, circunstancia que me obliga a estar preparado para todo.
No le he puesto límites a su libertad de soñar; con él la celebro en el momento, pero le advierto de sus riesgos. Sebastián ha sido baterista, youtuber, comentarista de futbol, pero aún no ha descubierto su vocación de vida. La única elección que le he «prohibido» es la de ser abogado, por aquello de que los errores conscientes no se repiten inconscientemente ¿Quién sabe? A lo peor lo vea en la deprimente espera de una audiencia vestido de toga y birrete negros con borna blanca como parte de una colonia de pingüinos que litiga bajo el calcinante sol del trópico.
No creo que haya otra condición existencial tan eminente como ser padre. Jamás supe que el amor podía ser probado de esa manera. Pensaba que como hijo me daba en gratitud y lealtad hasta ser papá. Es que uno nunca conoce los reales confines de esa condición; basta ver en riesgo la vida o felicidad de quien uno ama para arrancar del interior las fuerzas más entrañables.
Un hijo no es un hecho biológico o una consecuencia impuesta por una noche de tragos o un error en los cálculos. Ser padre es más que provisión económica, una visita semanal o una condición civilmente responsable. Es darle vida a una decisión deseada; extender la existencia más allá de la nuestra.
Podremos ser exitosos en los negocios, notables por lo que hacemos, ricos en haberes, pero nada de eso servirá para ser mejores padres. Para mí, serlo ha sido gestionar la empresa más compleja, exigente y diversa de todas, pero de mayores dividendos de vida. Si al final formé a un hombre íntegro, habré justificado lo más esencial de mi existencia. Esa será la mejor memoria de nuestra historia cada vez que pueda ser contada. Me afano para que él no tenga razones de avergonzarse cuando tenga que decir mi nombre, por eso acato sin reservas el consejo de los sabios: «Instruye al niño en su camino, y aún cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22.6).
No creo que haya otra condición existencial tan eminente como ser padre. Jamás supe que el amor podía ser probado de esa manera. Pensaba que como hijo me daba en gratitud y lealtad hasta ser papá.
Diario Libre