Si el país va bien, ¿acaso es necesaria una reforma?

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Juan T. Monegro

Independientemente de que sea de calidad o no, un mayor gasto siempre es gozoso, complaciente y hasta divertido para el gobierno y para la sociedad en general. ¿A quién no le gusta eso? Sin embargo, no siempre es saludable. La buena práctica es que el nivel de gasto sea razonable, de calidad, enfocado a resultados. Un persistente déficit estructural ingreso-gasto es insostenible y va camino recto a situaciones de crisis dolorosas, dramáticas y empobrecedoras que dan al traste con logros de desarrollo. Esas situaciones las sabemos. 

Vale evitar caer ahí

La de los 80s del siglo pasado fue bautizada por CEPAL como “la década perdida” en América Latina y el Caribe. Años infaustos, amargos, deplorables; en los que, como mínimo, el crecimiento económico en la región se estancó. Fue horrible en todas partes, México incluido.

El ambiente se vivía como en un crujir de dientes. Un cuchicheo, un rumor. Temor y quejas por aquí, por allá, por acullá, y más de ahí. Al fragor de las primicias en caliente de los noticieros, en el supermercado uno sentía que la economía se desplomaba, vulnerada por el peso pesado de la excesiva deuda pública y una inflación galopante, con precios que cambiaban literalmente de hoy para mañana. Dolía en el bolsillo. Familias antes prósperas recortaban gastos y hacían fila para lo esencial.

Como si de maldad, aquel mal día un terremoto (1985) estremeció los cimientos de lo que quedaba, exacerbando la crisis y dejando marcas indelebles en la memoria colectiva. No sólo por la enorme devastación de infraestructuras y de vidas humanas causada; es que, además, el acontecimiento telúrico encueró de cuerpo entero la incompetencia de un gobierno timorato, atarantado y sin ideas, carente de los atributos necesarios para responder con altura a las circunstancias tan extremadamente adversas que vivían sus gobernados. Así mismito fue. Dicho en tono de bachata, a lo Luis Vargas: No fue que me lo dijeron, es que yo mismo lo vi. Vivía allí.  

Hasta que, mal que bien, se dio un golpe de administración. Con el cambio de gobierno (1988), vino el FMI manopla en mano, presto a ejercer el rol de policía malo que viene a ayudar a sacar el buey de la barranca. El resto es historia.

El ajuste vino duro. “No me invitaron a la fiesta”, es el comentario encapsulado que me tocó escuchar una que otra vez en reuniones de gobierno-FMI en las que tuve la oportunidad de participar, ya aquí en el país; claramente, recriminando que se les llama sólo para recoger los vidrios tirados de las copas rotas. Ante lo cual, la diplomacia obliga. Los del otro lado de la mesa (la parte oficial) no les queda de otra que, en forzada humildad, callar. Bajar la cabeza.

Un gobierno con sentido de estado nunca pierde la perspectiva del equilibrio razonable en la gestión fiscal; pues los déficits sostenidos traen consigo endeudamiento excesivo, crisis dolorosas, y pérdida de soberanía en la toma de decisiones. Nunca olvida que por ahí María se va. Y también el desarrollo. 

Eso que parece, no es lo que es  

Desde su instalación en el 2020 el gobierno ha querido una “reforma fiscal”; no por capricho, es que el cuadro de la realidad fiscal impone y el FMI incita, recomienda. Aconseja. Sin embargo, con todo y que los tres proyectos intentados se quedan bien cortitos con relación al alcance de una reforma fiscal integral como la planteada la END, lo cierto es que han resistido en la palestra pública poco más o menos que lo que una cucaracha en gallinero. Casi nada. 

En la fase final del proceso de formulación, el equipo que trabajó la END reflexionó con enjundia y consultó extendidamente la cuestión de dónde saldrían “los cuartos” para financiar la implementación del desarrollo sostenible. El entendimiento consensuado fue que, la fuente debía ser el ahorro interno y que el medio sine qua non (sin la cual no) era una reforma fiscal integral; para, por lo sano, financiar el desarrollo consignado en los objetivos y en las metas. En sus términos, las fuerzas políticas, económicas y sociales han de consensuar un pacto orientado a financiar el desarrollo sostenible y garantizar la sostenibilidad fiscal a largo plazo (END, Art. 36).

El calado de la reforma fiscal planteada en la END es tal que, implicaría una transformación del statu quo (el estado de cosas) con que nos hemos manejado y llegado a donde estamos. Conllevaría un cambio de verdad en el ámbito fiscal; que tendría que reflejarse sí o sí, en ganancia continua de eficiencia de la gestión tributaria, con consiguientes resultados en reducción significativa de la evasión y elusión de las obligaciones de tributación establecidas; en un escalamiento en calidad, eficiencia y transparencia del gasto público; en elevar la eficiencia, transparencia y equidad de la estructura tributaria; en racionalizar los esquemas tarifarios en la provisión de los servicios públicos; y, como resultado final: en elevar la presión tributaria, y un reforzamiento de la consolidación y sostenibilidad fiscal a medio y largo plazos.

El planteamiento de la END no es un simple tente en pie. No es, no puede ser una reforma de lo que sea para incrementar los ingresos del gobierno y remediar (o remendar) lo que se pueda de un hoyo fiscal alegremente causado a lo largo de los años.

La recurrente invocación que hacen los equipos de gobierno desde 2012 hasta acá para presentar y justificar iniciativas de reforma que a ojos vistas son simples parchos, no reflejan el espíritu de la ley No. 1-12 que la planteó. Son proyectos que nunca han dado el ancho de los estándares de una reforma fiscal integral.

Y sin embargo, ¿hasta cuándo, Catilina?

Podría sostenerse que un punto en común de los gobiernos que nos hemos dado en más de un par de décadas es que, si han querido, han mostrado no tener los atributos adecuados para encarar el desafío de una reforma fiscal integral. Si han querido, no han podido o no han sabido cómo hacerle. No han reflejado un compromiso incuestionable, una voluntad política inequívoca e irrefutable para realizar un esfuerzo fiscal consistente y sostenido de consolidación fiscal, con vista a asegurar la sostenibilidad a largo plazo. Menos aún, para proveer los recursos necesarios para financiar el desarrollo sostenible; sin lo cual, la Visión 2030 y los objetivos de la END son sólo eso. Espejismo. Ilusión. Un puro sueño.

Viene a la memoria la interpelación terminante del memorable Cicerón: ¿”Quo uste tandem abutere, Catilina, patientia nostra”?: ¿Hasta cuándo, Catilina? Aplicándola al punto: ¿hasta cuándo, los tomadores de decisiones en el alto gobierno van a persistir en el apetito de expansión continua del gasto público, al alegre estilo del reguetón aquel de ¡Métele, No Pare!, de Daddy Yankee? ¿Acaso será sólo hasta que estalle una mega-crisis tipo Argentina, y llegue un Milei con el FMI manopla en mano para que, terminada la fiesta, compulsivamente, imponga régimen y nos obligue poner pie en tierra sobre un nivel de gasto razonable, efectivo y responsable?

¿Hasta caer en el fondo por la dulce tentación?

Las necesidades de un país siempre serán mayores que las posibilidades de financiar la construcción de más y mejores carreteras, acueductos, escuelas, hospitales, drenajes, puentes, elevados, túneles, metros, caminos vecinales, y otras infraestructuras económicas y sociales. Siempre, la necesidad de asistir a grupos socialmente vulnerables y de realizar más y mejor gasto en inversión enfocada en concretar resultados de justicia social rebasarán las posibilidades de respuesta pública.

Es que, las necesidades y demandas sociales son infinitas e imponen una presión enorme que siempre desborda los límites del presupuesto público. Por más que construya o haga, al gobierno se le demanda mucho más. Siempre es la tensión entre el querer y el tener presupuesto con qué hacerlo.

El punto es que, en República Dominicana llevamos largo rato gastando e invirtiendo por encima de nuestras posibilidades. Rebasando la llamada línea de presupuesto después de la cual todo es déficit y, luego, deuda pública. Dando las espaldas a aquello del “problema” que justifica a la economía como ciencia: la escasez. La economía es la “ciencia de la escasez”. Contraviniendo, por demás, el corolario que establece que todo no es posible a la vez. Olvidando también, que es mandato de la racionalidad económica el priorizar. Todo esto, y nada.     

Como diría Cantinflas, ahí está el detalle, y la transa. La transa también, por lo que significan los mexicanos con su picaresca frase aquella de: Transa, y avanzas. Y que, si no, pues no. En buena medida, esta lógica se ha impuesto desde hace tiempo en la cultura de gestión financiera pública en República Dominicana.       

(Nota: Me lo enseñó Julián, mi alumno allá en la Universidad Chapingo años atrás; que en la jerga mexicana transar es mocharse, es establecer la cuota que me toca producto de una transa, de un negocio chueco o turbio). 

A menudo, una dosis insuficiente de responsabilidad y tacto de estadista ha llevado a los gobiernos (en honor a la verdad: excluidos los de J. Balaguer y el efímero de J. Bosch) a propender a ser gozones, gastadores compulsivos; como incapaces de priorizar adecuadamente, de gestionar con debido sentido de presupuesto la cantidad y la calidad del gasto público.

Por supuesto, es una conducta complaciente que suma o preserva favorabilidad y adhesiones políticas. ¡Es populismo puro! Para “hacer obras”, declaró un expresidente años atrás; sólo que, pensando en las elecciones del año siguiente, que gracias a eso se ganaron. Esa vez (2012), el hoyo fiscal causado por el accionar de un nivel excedido de gasto público alcanzó alrededor de 7% del PIB. ¡Histórico! 

Siempre es un desafío establecer la proporción de populismo subyacente al apetito de gasto público intensivo, prolongado y poco responsable por parte de los gobiernos. Así también, es difícil desvincular la propensión a esa conducta de la necesidad imperiosa de una reforma fiscal en el país. Pensándolo bien, es el resultado de haber enterrado el principio de gestión fiscal sana que, se dice, practicaba J. Balaguer: arroparse hasta donde alcance la sábana

Que a la altura de este año y del que viene haya que prever alrededor de 3.5% del PIB para saldar del servicio de la deuda pública (intereses más amortizaciones) es señal incontestable de que algo ha olido mal en Dinamarca (W. Shakespiere, en Hamlet: “Something is rotten in the state of Denmark”). Y así huele todavía.

Es la huella inequívoca y tangible que queda cuando los gobiernos son persistentes en la propensión a ejecutar un nivel de gasto que excede lo razonable. Peor aún, cuando esa conducta ha estado asociada a comprar apoyo político, usando como sombrilla   programas de gasto social, subsidios sin ajustes de racionalidad, y hasta determinadas inversiones en infraestructura de dudosa sustentación, al margen de consideraciones del impacto a largo plazo en la sostenibilidad fiscal.

Son prácticas de gestión de gasto público sin principio, vinculantes con el populismo. En estos términos, ¿qué tanto la necesidad de una RF hoy día corresponde a haber estado expuestos desde años atrás a sobredosis de prácticas populistas? ¿Caídos en la dulce tentación del gasto alegre?

Me temo que a menudo así así ha sido. Ha sido así.

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