Sobre la violencia política

Nassef Perdomo Cordero

El pasado sábado 13 de julio, Donald Trump, expresidente de Estados Unidos y nuevamente candidato al cargo, fue objeto de un atentado contra su vida durante un mitin en el estado de Pennsylvania.

El autor, un joven de 20 años, inscrito en el partido de su víctima, fue rápidamente abatido por el Servicio Secreto.

Aunque afortunadamente Trump sólo resultó herido leve, uno de los asistentes al evento murió como consecuencia de los disparos.

Este evento contrasta con la imagen de democracia desarrollada que ostentan los Estados Unidos, y ha llevado a muchos a cuestionar su solidez. Sin embargo, y sin que esto implique negar la gravedad del hecho, el ocurrido no es extraño en la historia estadounidense.

De los cuarenta y seis ocupantes de la Casa Blanca, cuatro han muerto a manos de asesinos. Es decir, casi un nueve por ciento de los presidentes estadounidenses han sido asesinados. Aunque el último fue John F. Kennedy en 1963, los sesenta años que nos separan de esa fecha han sido testigos de múltiples intentos de magnicidio.

El más grave, el sufrido por Ronald Reagan en marzo de 1981, quien, gravemente herido luego de un ataque con arma de fuego, se salvó la vida gracias a las rápidas atenciones médicas recibidas.

También es larga la lista de políticos y activistas prominentes que han perdido la vida en actos de violencia. Medgar Evers, Malcolm X, Martin Luther King Jr. Y Robert F. Kennedy fueron víctimas de una década de los sesenta particularmente violenta.

Esto sirve para contextualizar el atentado a Trump. Aunque hasta hace relativamente poco la violencia política era menos visible que ahora, ella es parte consustancial de la historia (y lamentablemente del presente) de esa nación. Lo mismo ocurre con Europa.

El reciente atentado a Robert Fico, primer ministro de Eslovaquia, se produce en el lienzo de una historia continental plagada de violencia.

Los dominicanos hemos logrado calmar esos demonios –que también son nuestros–, pero siempre están latentes. El conflicto es inevitable en una sociedad, plural o no, pero debe ser canalizado por vías saludables y dialogantes. No lo perdamos de vista, que estos males suelen esperar agazapados el momento de sorprender.

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