¿Sociedad floreciente o colectividad pobre?
Eduardo García Michel
En contraste con la visión de Smith, Bernard Mandeville pensaba que para que una sociedad fuera feliz era menester que gran número de individuos fueran ignorantes y pobres. Por sociedad entendía a aquellos ciudadanos no marginales
Cualquier ciudadano estaría de acuerdo con la afirmación de Adam Smith de que ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Ahora se le llama economía inclusiva, en oposición a excluyente.
Las estadísticas ofrecen datos abrumadores. Según el Banco Mundial, en el año 2022 subsistían 667 millones de personas con apenas US$2.15 por día.
Adam Smith pensaba que el objetivo de los capitalistas en ascenso era, al comienzo, al final y siempre, acumular sus ahorros, que, si se los invertía en maquinaria, daba lugar a la división del trabajo y multiplicaba la energía productiva del ser humano.
Según ese criterio, la acumulación para impulsar la inversión productiva, no para atesorar, promovía el crecimiento. Pero también impulsaba los salarios al alza. De ahí al estancamiento había solo un paso, salvo que la oferta de trabajo aumentara para frenar el incremento de las remuneraciones. Y de hecho la población crecía inducida no solo por mejores salarios sino también por los avances de la medicina que redujeron significativamente la tasa de mortalidad.
La población se ha expandido tanto que ya supera los ocho mil millones de habitantes. Al igual lo ha hecho la productividad impulsada por crecientes inversiones e innovaciones.
En contraste con la visión de Smith, Bernard Mandeville pensaba que para que una sociedad fuera feliz era menester que gran número de individuos fueran ignorantes y pobres. Por sociedad entendía a aquellos ciudadanos no marginales.
Eso fue así en la época de la esclavitud. El trabajo del esclavo, condenado a vivir sumido en la miseria e ignorancia, permitía a los grupos privilegiados mantener altos niveles de vida. Lo fue también en la etapa del feudalismo. Los señores feudales disfrutaban de riqueza y el resto de la población apenas subsistía. Y no ha dejado de serlo en la etapa capitalista, siendo el acceso a la educación el factor determinante.
En la Unión Europea donde la sociedad del bienestar se ha desarrollado en distintos grados, el papel asignado a los pobres, el de asegurar la felicidad de los nacionales, lo realizan los inmigrantes. Ellos hacen los trabajos que sus propios ciudadanos ya no quieren realizar y con sus cotizaciones ayudan a sostener las arcas de la seguridad social para asegurar un retiro confortable a los ciudadanos integrantes de las naciones.
La economía del bienestar relaja los resortes mediante los cuales se organiza la sociedad. La gente se acomoda a disfrutar de lo que no tarda en considerar un derecho inalienable, concedido solo a ellos por su gracia divina.
La otra cara es que no todos los inmigrantes se adaptan a la cultura de esas sociedades. Se insertan por necesidad, pero traen costumbres, tradiciones y niveles educativos diferentes. Se reproducen a mayor tasa, mientras los autóctonos no lo hacen porque decidieron disfrutar de los encantos de la sociedad del bienestar, sin ocuparse de reproducirse. Son sociedades que tienden a ser suplantadas por una nueva capa poblacional proveniente de la inmigración.
De ahí que en esas latitudes se observe un resurgimiento del nacionalismo (a veces se asemeja o confunde con racismo). Sin embargo, no quieren renunciar al estado de confort que han alcanzado, cosa difícil de lograr porque el trabajo básico, menor remunerado, tiene que ser realizado por alguien o automatizarlo cuando se pueda.
En nuestro país el fenómeno adquiere dimensiones críticas. Los inmigrantes haitianos indocumentados desplazan a los dominicanos de sus trabajos y los inducen a emigrar en busca de oportunidades. Ni sus empleadores ni ellos cotizan por el trabajo que realizan, ni se acogen a las normas laborales. Tampoco se adaptan a nuestros patrones culturales. Y como su nivel educativo es bajo retrasan el desarrollo de la sociedad, al tiempo que se reproducen con celeridad y sustituyen población nativa emigrada.
Algunos piensan que si la economía ha de seguir creciendo se requiere tener una masa paupérrima que realice los trabajos (los indocumentados haitianos), que al paso que llevan la cosas los efectuarán todos, no solo en la agropecuaria y en la construcción.
Como sociedad tenemos que decidir si Mandeville tenía razón. Si fuera así habremos de preparar nuestra mente para vivir por largo tiempo en una sociedad excluyente, desigual, en la que convive la miseria justo al lado de la opulencia, y se instala la inseguridad que atemoriza a los ciudadanos en paralelo a los guetos alambrados o a las barreras de entrada a los barrios opulentos.
Vivir a lo Mandeville conduce a acentuar la fuga de dominicanos de nuestro propio suelo, la ocupación paulatina del territorio por haitianos indocumentados y la posible dilución del Estado dominicano, todo lo cual podría convertir el bienestar de pocos en tragedia inmensa para casi todos.
Es una decisión difícil. ¿Crecimiento con exclusión o desarrollo inclusivo para los dominicanos? No otra cosa es.
Fuente Diario Libre