Trump dice que quiere entrar al cielo. Debería estar preocupado

Por Maureen Dowd

The New York Times

Columnista en Opinión, reportando desde Washington

Levanté la mano. La monja me hizo caso.

Ella había estado hablando sobre la despiadada época de la esclavitud en mi salón de primaria en la escuela de la Natividad, a estudiantes de 7 años con uniformes verdes.

Pensé que yo tenía un argumento contraintuitivo importante que señalar al salón, aunque pasaría otra década antes de que supiera lo que significaba “contraintuitivo”.

“Una cosa”, dije, “es que hemos tenido a toda esta gente estupenda en nuestro país”.

Aunque Washington siempre ha estado muy segregado, mi familia vivía en un barrio integrado y mis dos mejores amigas eran Deborah y Peaches, unas hermanas negras. Estaba a punto de hablarle a la monja de ellas cuando dobló el dedo y me hizo señas para que pasara al frente del aula.

Cuando llegué allí, me llevó bruscamente sobre su regazo, me subió el mandil y me dio varias nalgadas con fuerza. Los demás alumnos se quedaron boquiabiertos.

Entendí el mensaje: la esclavitud no tenía ningún lado bueno. No hay nada positivo que decir. Nunca. En ninguna circunstancia.

Ojalá esa monja siguiera por aquí para dejarle claro eso al presidente.

Donald Trump es lo que las monjas llamaban “una ficha osada y descarada”, que transgrede de forma nefasta y perjudicial. La semana pasada dijo que le preocupa entrar al cielo. Debería estarlo. Las sensatas hermanas franciscanas de la Natividad le habrían advertido que se preocupara. Ha inventado nuevos mandamientos, además de los 10 usuales, solo para incumplirlos.

Dijo a Fox & Friends que esperaba que si mediaba la paz entre Rusia y Ucrania, podría colarse por las Puertas de Perlas del Cielo.

“Quiero intentar llegar al cielo si es posible”, dijo. “He oído que no me va bien. Estoy realmente en lo más bajo del tótem”.

Trump desveló un nuevo y espectacular cuadro de sí mismo colgado en el ala oeste de la Casa Blanca, con su predilecto ceño fruncido mientras se aleja a grandes zancadas de algo parecido a una llamarada en el fondo. Es una metáfora perfecta: provoca incendios y deja destrucción a su paso.

El martes, el presidente publicó una diatriba contra el Smithsonian. Fue chocante leer su publicación debido a los muchos recuerdos felices de infancia que tengo del querido “desván de la nación”, como se le conoce. Allí vi las zapatillas rojas como el rubí de Dorothy, los vestidos de las primeras damas en la toma de posesión, el avión Kitty Hawk de los hermanos Wright y el ominoso bombardero Enola Gay.

En 1982, trabajando en la revista Time, cubrí la limpieza y el inventario de los 78 millones de objetos del Smithsonian— el 3 por ciento estaban expuestos— y vi todos los escombros maravillosos y extraños que había entre bastidores, como el oso Teddy de Teddy Roosevelt, la caja del pastel de boda de Grover Cleveland, restos de Tang de los astronautas, ratas blancas disecadas que se habían utilizado en una toma espacial soviética, una brújula en miniatura incrustada en una bellota de un roble que George Washington plantó en Mount Vernon, 100.000 murciélagos, 24.797 pájaros carpinteros, 10 especímenes de excrementos de dinosaurio, un gorila macho conservado en formol y los sesos en frascos de algunos antiguos funcionarios del Smithsonian.

Trump ni se inmuta. Quiere vivir en la Casa Más Blanca. En Truth Social, despotricó: “El Smithsonian está FUERA DE CONTROL, donde todo lo que se discute es lo horrible que es nuestro País, lo mala que fue la Esclavitud y lo poco exitosos que han sido los oprimidos. Nada sobre el Éxito, nada sobre la Genialidad, nada sobre el Futuro”. Y añadió: “Este País no puede ser WOKE, porque SER WOKE ES LA RUINA”.

Dijo que había “dado instrucciones a mis abogados para que revisen los Museos e inicien exactamente el mismo proceso que se ha llevado a cabo con los Colegios y Universidades, donde se han realizado progresos enormes”.

Si Barack Obama fue el primero en utilizar la presidencia como trampolín hacia Netflix, Donald Trump es el primero en utilizar la presidencia para ser una mosca intrusiva, revoloteando y metiendo sus narices vengativas donde no lo llaman, como en los clósets de John Bolton y en el desván de la nación. Va a llevar mucho tiempo arreglar todas las extralimitaciones terribles de este presidente.

Trump es un genio sombrío de la distorsión de la realidad en relatos engañosos para reformular la historia: insiste que las elecciones de 2020 fueron robadas y ha convertido a los insurrectos del 6 de enero en “patriotas” indultados. Ahora intenta decir que no deberíamos insistir tanto en la esclavitud. Es un ultrafalso andante y parlante.

Cree que nuestra tortuosa historia de esclavitud se interpone en el camino para que Estados Unidos sea “el país MÁS ATRACTIVO del mundo”. (Los saudíes le dijeron esto a Trump para alabarlo, y él lo ha estado repitiendo desde entonces).

Que Trump blanquee la esclavitud es el acto supremo del privilegio blanco de un nepo baby —como les llama a quienes han nacido en familias influyentes o de padres conocidos—, que es la apoteosis del privilegio blanco.

Unos 700.000 estadounidenses murieron en una guerra por la esclavitud. Como le dijo el historiador presidencial Douglas Brinkley a Zolan Kanno-Youngs del Times: “Es el epítome de la estupidez criticar al Smithsonian por abordar la realidad de la esclavitud en Estados Unidos”.

Abe Lincoln, cuyo sombrero de copa y rifles están en el Smithsonian, instó a los estadounidenses a superar la Guerra de Secesión “sin malicia hacia nadie, con generosidad para todos”. Trump tiene malicia hacia todos, generosidad hacia ninguno.

Ha intentado restaurar estatuas y nombres confederados. Se está retractando de la Ley de Derechos Civiles de 1964. Sus lacayos han restado importancia a iconos negros como Harriet Tubman, los aviadores de Tuskegee y Jackie Robinson.

Ese tipo de comportamiento podría hacer que una monja se pusiera combativa. Y desde luego no te hará entrar en el cielo.

The New York Times

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