Tu vida como esposo de Instagram

Por Caitlin Macy

The New York Times

Macy es novelista y escritora de relatos cortos.

Empezó como una broma. Tu esposa, sentada en la cama una noche, dijo que iba a fotografiar las gallinas y ponerlas en Instagram. O la conversión del granero. La casa que heredaste y que ella estaba redecorando en un estilo rústico moderno con una paleta de colores actualizada. Tu labrador negro, pero con un sombrero Trilby al estilo Von Trapp.

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¿Por qué no? te encogiste de hombros. Al fin y al cabo, siempre se le había dado bien la estética. Parecía inofensivo, como una prolongación de su sentido de la moda; su gusto por los zapatos, los aretes, los cortes de pelo de los niños, las bandejas de crudités con trampantojos para las noches tranquilas de mamá que otras mujeres parecían envidiar.

Su cuenta empezó con pequeñas instantáneas divertidas. Cosas de la cosecha, como lunas llenas y hojas. Cosas francesas, como cuchillos cortando rodajas de queso brie y lugareños del astillero con gorros tejidos Cosas de Cotswold, como carteles de madera pintados de cerdos con silbatos. (Nombre del pub: El cerdo y el silbato). Previniendo la envidia, tuvo cuidado de no fotografiar la casa entera con toda su extensión; quizá solo uno o dos cobertizos o un primer plano más caprichoso, por ejemplo, “Charcos de lodo”. O la vez que conseguiste una invitación para la cena de Navidad en Aspen y había un equipo uniformado de 24 personas. No hacía falta publicarlo.

Era parecido a Gwyneth, pero con los pies en la tierra. Pero no tan en la tierra. Había flores cortadas, pasteles, fiestas infantiles y baguettes en bicicletas. Alguno que otro arbusto con forma de gato, piña o rey Carlos (gracias, servicio local de afilado de tijeras). Y tú, por supuesto, tú. Ella nunca sería tan superficial como para proyectar un aura de disponibilidad. ”¡Sonríe, amor!”, te decía cuando arrancabas el viejo Merc en una cuesta abajo para ir al mercado de agricultores a comprar ruibarbo y puerros silvestres.

Te reías de lo rápido que se hizo popular. ”¡Ja!”, te dijiste orgulloso cuando alguien que era alguien o conocía a alguien (para ser sincero, no habías seguido del todo los detalles) la etiquetó, lo que provocó un aumento de seguidores. ”¡Ja! Mira eso”. Nadie podría haber predicho que aquello era solo el principio.

Las publicaciones se hicieron un poco más elaboradas. Y tú estabas ahí para ayudar. Ahora, tu viejo labrador negro —tu perro de soltero que la precedía por dos años— no solo llevaba sombreros, sino también disfraces. A veces tenías que sostener una linterna o improvisar un punto de seguimiento para que la cara del viejo, que asomaba entre la peluca del siglo XVIII y la camisa abullonada, se iluminara a la perfección. O lanzar una fresa a la boca abierta de tu hijo 50 veces. O descender en rápel por el lateral de tu casa con traje de neopreno y lentes protectores para una publicación desenfadada sobre cócteles a base de mezcal. Pero nadie podía negar que tu esposa tenía visión.

Y nadie lo negaba. La seguían, la apoyaban, eran amables unos con otros, formaban una comunidad, una comunidad con mentalidad estética centrada en tu esposa. Diablos, era una de las razones por las que te habías enamorado de ella. Tú mismo tenías (siempre habías tenido) una especie de esteticismo latente que ella había sacado a relucir, al mejorar tu ropa de fin de semana, tu ropa de trabajo, tus zapatillas de deporte; al cambiar a tu barbero por alguien que realmente “entiende el pelo de los hombres”.

Y oye, no es que no te diera las gracias públicamente en el camino de los 25 a los 50 a los 100.000 seguidores. ¡Cumplió su palabra! Aunque nunca hubieras hablado directamente de la cuenta, que fingías tolerar (a pesar de tu cuenta anónima para poder seguirla).

Cada aniversario, cada cumpleaños, todo era por ti. ”¡El pegamento que mantiene unida a nuestra familia!”, “¡Quien hace que todo sea posible!”, “El mejor marido y padre, quien además… ¡Construye excelentes gallineros!” (Primer plano de un gallo bantam neerlandés asomando la cabeza por una cúpula). ”¡Lee excelentes cuentos antes de dormir!”. (Pero no “al que mantiene un excelente trabajo de banca por internet de industrias diversificadas en una empresa de segundo nivel”. Esa no era la vibra).

Por supuesto, esta celebración semestral en tu honor en la cuenta pedía una foto tuya. La foto de boda en blanco y negro en la que apareces bailando con ella de forma semi-irónica, pero en realidad no irónica, lo que la vuelve verdaderamente irónica, en la pista de baile, solo podía volver a publicarse cierto número de veces o perdería su encanto. Y ahí está el problema. ¿Cuál debía ser tu expresión?

No era culpa tuya que, a pesar de tus muchos logros, personales y profesionales, hubieras llegado a ser, por fin, el Esposo de Instagram (el hombre casado con la señora —sí— 150.000 seguidores y subiendo). Simplemente, eras una víctima de los tiempos. Y desde luego no querías menoscabarla. Pero había que dejar señales. No debía parecer que disfrutabas con esto. Porque en realidad no lo hacías. O quizá sí.

La verdad era que habías olvidado lo que era remar en una barca, cenar en el extranjero, serruchar, llevar a caballito a un niño, poner los pies junto al fuego (“¡hace un fuego excelente!”) o quedarte dormido en el sofá junto a tu perro sin que lo capturasen para la cuenta. La indulgencia —la alegre indulgencia— parecía algo aceptable que proyectar, así que lo hiciste, con los labios apretados, una expresión de tolerancia en los ojos, “sé que sabes que lo sé”, pero en ningún caso menoscabándola. Una expresión de sobreabundancia; vale, me has atrapado; noblesse oblige; #tengountrabajoreal; mis manos están atadas; todo el mundo lo hace; ¿qué iba a hacer, decir que no?

El monstruo siguió adelante. Y lo gracioso era que ya no era solo ella. ¡La gente te quería! Querían que abrieras tu propia cuenta. Se agitaban pidiendo más, un spinoff. “¡Charles a cargo!”, suplicaban. “¡El mundo de Jerry, por favor!” Berteneljardín. Chateaudave. Timesunalcohólico. Alanconpepinillos. O una cuenta conjunta… ¡con tu perro! “Tendré que preguntarle”, comentaba recatadamente (presumiblemente refiriéndose a ti, no al perro). Era muy halagador.

Dos años después, te enfrentabas al Rubicón. El camino hacia delante conducía a la gloria eterna. Retroceder ahora, en nombre de principios cada vez más vagos como la “privacidad” y “tener una vida real al margen de las redes sociales”, parecía de aguafiestas. Respiraste hondo y enderezaste los hombros. E intentaste ignorar la consternación en los ojos de tu perro cuando dijiste: “¡Cariño! ¡Voy corriendo al centro a por unas antorchas tiki, pilas D y una máquina de viento! ¡No te muevas!”.

Caitlin Macy es novelista y escritora de relatos cortos cuya colección más reciente es A Blind Corner.

The New York Times

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