Un pecado social grave

 José Luis Taveras

«Y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado» (Santiago 4:17).  El autor de esta sentencia fue Santiago, a quien la tradición cristiana identifica como uno de los hijos de María y José y, por lo tanto, medio hermano de Jesús (Mateo 13: 55, Marcos 6:3).

Santiago no formó parte de los doce discípulos, pero tuvo la gracia de ser uno de los tantos a los que Cristo se le apareció cuando resucitó, según la crónica neotestamentaria (1 Corintios 15: 7).  Luego se revela como un líder prominente de la Iglesia jerosolimitana del siglo I.

Según el relato de Josefo, historiador judío del siglo primero, Santiago fue ejecutado por orden de la jerarquía religiosa judía a través de la lapidación —muerte a pedradas—, alrededor del año 62 d. C., convirtiéndose así en uno de los primeros mártires de la fe cristiana. En la epístola universal que escribiera y que forma parte de la Biblia, Santiago recrimina la injusticia social y llama al compromiso con la ética del Reino.

En esta declaración de Santiago yace un principio básico de la harmatiología —doctrina del pecado—, que el autor sintetiza de la siguiente manera: pecar no solo es hacer lo malo, también es no hacer lo bueno. Y es que la mayor parte de las faltas humanas se consuman en quebrantar un mandamiento, más que en no hacer para que se cumpla. De esta manera, se peca tanto por acción como por omisión.

Dejar de hacer es una abstención consciente, una renuncia voluntaria que arrastra iguales consecuencias que hacer lo que causa daño. Así, la pecaminosidad social de hoy no solo se expresa en la maldad de muchos, también el laisser passer de otros, esto es, dejar pasar lo malo sin hacer nada bueno, con la gravedad de que no se trata de omisiones aisladas; es un estado viciado de conciencia social, una actitud culturalmente normalizada. 

Pocos se resisten a involucrarse más allá de sus intereses con reparo a afectar su propia seguridad. Prefieren «contemporanizar» con las corrientes que dominan el estado de cosas y evitarse los riesgos del choque. Lo cierto es que el Evangelio es esencialmente contracultural y supone pensar u obrar de manera diferente a partir de un modelo de vida de excepción. Sus valores, verdades y expectativas, en la mayoría de las veces, no validan las bases de un orden social en franca disolución, porque sencillamente lo trasciende.

El deber profético del cristiano no es conformarse al estatus quo, sino denunciar sus vicios, indulgencias y desvaríos. Hoy, admitir que el mundo atraviesa por una de sus peores decadencias morales es tremendismo, porque la moral ha sido invalidada por una noción laxa, imprecisa y relativa nacida de la conciencia individual.

De hecho, en la propia cultura dominicana el estereotipo de la «persona buena» se asocia con la «que no se mete con nadie»; la adaptada al orden y la que no asume posiciones, más bien quien explica y justifica todo a la luz del propio sistema. Así, no participa en nada que la exponga ni comprometa más allá de las conveniencias, con una opinión universalmente neutral o comprensiva de todo.

Perdemos razón solidaria cuando entendemos que el dolor o las contrariedades de otros no son nuestros, aunque seamos parte del todo. Late así el delirio de que podemos realizarnos en la colectividad, pero sin ella. Esa creencia se afirma en sociedades quebradas por la desigualdad, como la nuestra, en la que los que tienen oportunidades, medios y accesos procuran soluciones individuales a problemas colectivos, creando, de esta manera, convivencias rotas e inconexas, formadas por pequeños fragmentos de autosuficiencia. En la base de esa concepción se revela un duro individualismo como supravalor de la posmodernidad. El individuo es el objeto/sujeto de la sociedad y esta se ordena para aquel y no al revés.

El apóstol Pablo usa una imagen robusta para aludir a la insensibilidad de los tiempos, y es «conciencia cauterizada» (1 de Timoteo 4:2). La cauterización es quemar con calor una parte del cuerpo para detener el sangrado o extraer un tejido; en ella se pierde sensibilidad. La conciencia cauterizada es la que ha perdido discernimiento para disociar lo bueno de lo malo.  Es un cuadro bastante gráfico de lo que hoy vive la sociedad en la que una turba saquea la carga de un camión accidentado en vez de prestar auxilio a su conductor; en la que antes de persuadir a un agresor o suicida de no cometer un atentado se toman los mejores ángulos para grabar y subir la tragedia en las redes; en la que la industria de los bulos y memes se escarnece del dolor ajeno; en la que se celebra el modelo del éxito sin preguntar por los medios; en la que se publica como noticia la devolución de una cartera perdida.

La vida en colectividad no es «privatizable». Las sociedades no son meras yuxtaposiciones de intereses particulares: son articulaciones vivas armadas con valores, identidades, conexiones y necesidades comunes. En el cristianismo ideal el prójimo es una extensión de nuestras individualidades. La armonía de nuestra relación vertical (con Dios) está subordinada a la relación horizontal (con el prójimo), por eso y algo más se lee en las Escrituras que: «Si alguno dice que ama a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso. Porque si no ama a su hermano, a quien puede ver, mucho menos va a amar a Dios, a quien no puede ver. Dios nos dio este mandamiento: el que ama a Dios, ame también a su hermano». (1 Juan 4:20-21).

Diario Libre

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