Una ciudad a medias luces
Por Miguel Liberato
Caminar o transitar de noche por el Gran Santo Domingo equivale a navegar en penumbra por calles, avenidas, parques y sectores enteros donde las luminarias no funcionan, nunca se instalaron o quedaron abandonadas a la suerte del tiempo.
La capital de un país que como el nuestro aspira al desarrollo, no puede mantenerse bajo un modelo de alumbrado intermitente, disperso y, en muchos casos, inexistente.
La iluminación pública debería ser una de las funciones más básicas de cualquier administración, pues las deficiencias de ese servicio público tienen consecuencias múltiples y profundas.
La más inmediata es la sensación de inseguridad que experimentan los ciudadanos al desplazarse entre sombras, percepción que no es del todo subjetiva debido a que en zonas mal iluminadas se incrementan los puntos ciegos, disminuye la visibilidad y se facilita la acción de la delincuencia.
La oscuridad, históricamente, ha sido aliada del crimen y cuando la luz falla, también falla la protección que debería brindar el Estado.
La ausencia de luminarias en tramos críticos del Distrito Nacional, Santo Domingo Este, Oeste y Norte no solo aumenta el riesgo de accidentes, sino que convierte arterias viales en espacios de incertidumbre.
En avenidas emblemáticas como el Malecón, sectores densamente poblados y zonas residenciales de clase media es común encontrar postes con bombillas fundidas, lámparas rotas y sistemas que no reciben mantenimiento oportuno.
Estas deficiencias revelan un problema estructural que evidencia descoordinación entre ayuntamientos, distribuidoras eléctricas y el Ministerio de Energía y Minas.
Ninguna ciudad puede aspirar a modernizarse si cada institución opera con lógicas distintas y sin un plan integral.
Por su lado, el ciudadano no distingue entre responsabilidades administrativas y lo que percibe es que la luz no funciona, y nadie la arregla.
Es justo reconocer que se han anunciado planes de modernización del alumbrado público con tecnología LED y proyectos para mejorar la seguridad urbana a través de la iluminación.
Pero la realidad cotidiana sigue siendo tozuda ya que muchos barrios permanecen a oscuras, las luminarias instaladas no siempre son mantenidas, y las intervenciones parecen más reactivas que estratégicas, por lo que se puede decir que se avanza, pero no al ritmo que exige una ciudad de más de tres millones de habitantes.
La oscuridad es un síntoma, pero también un mensaje que expresa abandono, falta de mantenimiento, debilidades institucionales y una desconexión entre las necesidades reales de la población y las prioridades programadas.
El Gran Santo Domingo merece algo más que luces dispersas, merece claridad, seguridad y planificación, porque una ciudad que no se ilumina correctamente tampoco ilumina su futuro.

