Una reforma fiscal con sentido común

J. Osiris Mota

Hablar de impuestos es incómodo. Como su nombre lo indica, es una imposición para el ciudadano. La frustración aumenta al ver que los fondos recaudados por los gobiernos, aunque insuficientes para cubrir todas las necesidades, son mal utilizados en dos aspectos.

Primero, se dilapidan, y segundo, lo que se invierte está mal administrado. Los políticos locales han demostrado en su mayoría ser malos administradores, evidenciado por los pobres resultados y la baja calidad de los servicios públicos.

En cuanto a los seguros, se les aplica un 16 % de impuesto selectivo. Este es un gran error de nuestros legisladores, quienes consideraron los seguros como una inversión o gasto innecesario.

El impuesto selectivo se impone a bienes o servicios cuyo consumo el Estado desea desincentivar porque son perjudiciales para la salud o las costumbres de los ciudadanos, o porque son un lujo de las clases más pudientes, como podría ser el seguro internacional de salud.

Como ejemplo, tenemos el impuesto selectivo a las bebidas alcohólicas y los cigarrillos. Los productores de estos bienes ya se han quejado porque no soportan más impuestos.

El sector asegurador debió hacer lo mismo para concienciar sobre la imprudencia de aplicar impuestos selectivos al seguro de vida, que debería ser incentivado como una forma de ahorro y protección para el futuro de la familia. Tan desacertada fue esta medida que muchos dominicanos prefieren contratar seguros de vida en EE. UU. o Europa, en monedas fuertes, donde no pagan impuestos selectivos, lo cual resulta en una expatriación de recursos.

El mercado asegurador debe esforzarse para eliminar este impuesto selectivo. Si no es posible eliminarlo, al menos debería cambiarse para que sea más amigable a los ojos de los consumidores, y así incrementar la contratación de seguros, especialmente de vehículos (incluyendo motocicletas), que causan tantos accidentes y donde más del 50 % no tiene ninguna cobertura, convirtiéndose en una carga para el Estado en términos de hospitales y asistencia social a los 30 mil minusválidos cada año. Este incentivo ahorraría más dinero al gobierno de lo que recaudaría con el impuesto.

Ojalá los hacedores de políticas públicas tengan más sentido común a la hora de hacer la reforma fiscal. Ojalá la sociedad se involucre y no deje que el gobierno, que ostenta la mayoría en el Congreso, haga una modificación a su medida o influenciada por los sectores de poder, quienes deberían cargar con la mayor parte para aliviar un poco la carga de los trabajadores, campesinos y empleados que no pueden evadir impuestos y además tienen los salarios más bajos en una economía en desarrollo.

Tener sentido común sería reducir los gastos del Gobierno eliminando ministerios y direcciones innecesarias con miles de empleos superfluos y asesores.

También sería eliminar exenciones a sectores que no aportan bienestar a la sociedad, y perseguir actividades comerciales que están bajo el radar, profesiones que no aportan nada al fisco y se benefician de los servicios. Se deben castigar acciones como las violaciones a la ley de tránsito para recaudar y a la vez corregir a los malos ciudadanos.

Una reforma con sentido común debería, además de recaudar más recursos para invertir bien, desmotivar las acciones impropias de una sociedad civilizada.

No solo se debe considerar cuánto se recaudará, sino que debe servir para motivar las mejores acciones y hacer que la ciudadanía entienda que tiene el deber y el derecho de exigir que los recursos del Estado se inviertan bien y se rinda cuentas a la sociedad.

El Día

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