Una semana viva y santa

Padre José Pastor Ramírez

En la Iglesia católica la Semana Santa o Semana Mayor se ha distinguido por ser un tiempo especial, por los misterios que en ella se conmemoran. Esta no es solo una Semana culminante, es también una celebración con ritos inhabituales. Si la riqueza de los misterios que se celebran en los días Santos exigen una preparación del espíritu para vivir su contenido, la extraordinariedad de sus ritos es una segunda razón que exige una apropiada preparación de las celebraciones. Es oportuno diferenciar entre rito y rutina. En el primero, el rito, existe una acción realizada desde la conciencia de actuación, se realiza voluntariamente y con un cierto orden que proporciona calma, seguridad y bienestar. Ayudan a disfrutar el momento presente. Mientras que la rutina es una práctica inconsciente, involuntaria e impuesta, se realiza de manera automática, sin pensar en ello, simplemente, lo hace. Los ritos permiten a los cristianos un mayor seguimiento y comprensión del misterio.  En efecto, la Semana Santa comporta un conjunto de ritos y de cantos peculiares y extraordinarios que ni los ministros están acostumbrados a realizar todos los días ni los fieles a contemplar habitualmente. Por lo mismo, dice el liturgista español, José Lligadas, que “la Semana Santa es la más fuerte del año, por lo menos para los sacerdotes, para los diáconos y para los fieles cristianos con niveles medios de compromiso dentro de la Iglesia. Fuerte en todos los sentidos: intensa, estimulante, atareada, cansada, ilusionante y fortalecedora. Fuerte porque en ella hay que poner a disposición todas nuestras capacidades para vivir y hacer vivir la fe en Jesús”.  Para que todo lo anterior se alcance, esta Semana ha de contar con una preparación remota y próxima de las celebraciones. Se requiere de una preparación interior, que ayude a profundizar el sentido de los ritos y la significación de los textos; una preparación ritual que, llegado el momento, logre un tal desarrollo de los ritos que resulte expresivo, vivo y santo. En el corazón de la Semana Mayor está lo que se llama el Triduo Pascual: el Jueves Santo (Cena del Señor), el Viernes Santo, el Sábado Santo con la Vigilia Pascual y el Domingo de Resurrección. Estas son celebraciones que requieren de una preparación esmerada para que la feligresía pueda gustar, disfrutar y vivir el misterio que se celebra. Tal preparación da fuerza al rito. 

El Triduo Pascual inicia con la Cena del Señor. Durante la Misa Crismal, que puede considerarse el preludio del Triduo Santo, el pastor diocesano y sus colaboradores más cercanos, los presbíteros y los diáconos, rodeados por el pueblo de Dios, renuevan las promesas sacerdotales. Se efectúa la bendición de los oleos para los sacramentos. En la Cena del Señor se realiza el lavatorio de los pies y se conmemora la institución de la Eucaristía. El Viernes Santo, que recuerda los acontecimientos que van desde la condena a muerte hasta la crucifixión de Cristo, constituye un día penitencial, de ayuno, de oración y de participación en la pasión del Señor. El Sábado Santo, el día del gran silencio, del recogimiento interior que culmina con la gran Vigilia Pascual en horas de la noche.

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