Uno de los 4.016 inmigrantes muertos, el último adiós de Mohamed
Las Palmas de Gran Canaria, 5 ene (EFE).- Cuando el imán extiende las manos para implorar por el pequeño Mohamed antes de entregarlo a una tierra que ni llegó a pisar, algo se quiebra en la mujer, algo que llevaba 71 días desgarrado, desde que la noche del 24 de octubre un helicóptero lo sacó de la agonía de una pequeña embarcación perdida en el Atlántico, demasiado tarde. Este mes hubiera cumplido siete años.
La historia de este niño de Costa de Marfil no es única, ni siquiera lo es en su misma barcaza, llamada patera, en la que ya habían perecido cuatro bebés y varias mujeres cuando los encontró Salvamento Marítimo de España, a 200 kilómetros del puerto de Arguineguín, en la isla de Gran Canaria (Atlántico).
Mohamed es, en realidad, uno de 4.016 y ayer, 4 de enero, recibió sepultura en Las Palmas de Gran Canaria tras haber pasado más de dos meses en una morgue.
A 4.016 muertos y desaparecidos asciende el balance víctimas de la Ruta Canaria durante 2021, según el recuento que realiza la ONG Caminando Fronteras a partir de la información que proporcionan las familias para cubrir una laguna sobre la que no existen datos oficiales: las decenas de naufragios invisibles que no dejan cuerpos, ni tampoco supervivientes que cuenten lo que les pasó.
Con esas cifras, sin precedentes en el Atlántico, la Ruta Canaria se confirma como la más mortífera del mundo, con casi un muerto por cada cinco personas que llegan a tierra (22.200, de acuerdo con el dato final del año publicado por el Ministerio del Interior de España).
Las diferentes vías que conducen a las Islas Canarias desde la costa de África Occidental, con travesías que a veces superan los 1.000 kilómetros de navegación, se cobraron el año pasado un promedio de once vidas diarias, una cada dos horas y diez minutos. Si todo fueran estadísticas, fríos números sin rostro, a la medianoche en la que murió Mohamed le correspondería la víctima número 3.267.
La mayor parte de las veces, los africanos que mueren en una embarcación quedan reducidos a eso, a un número, sin otra identidad, incluso cuando se recupera el cuerpo, cosa que no ocurre en el 95 % de las ocasiones. Por eso, con frecuencia se les entierra con nombres como este: «Patera Patera Cuatro Arguineguín». Lo acaba de contar uno de los médicos que los atienden tras los desembarcos, tras revisar las historias clínicas recopiladas por sus compañeros.
No es el caso de Mohamed, como tampoco lo fue de la niña maliense que pereció de deshidratación el 21 de marzo pasado, cinco días después de que dos sanitarios de la Cruz Roja la recuperaran de una parada cardiorrespiratoria sobre el cemento del muelle de Arguineguín. Su tumba está al lado, a dos metros escasos, en la zona musulmana del cementerio municipal de San Lázaro, en Las Palmas de Gran Canaria.
De la niña, cuya muerte conmocionó a media España, solo queda un humilde círculo de piedras que rodea el túmulo de tierra bajo el que yace. No hay lápida, solo un oso de peluche ya descolorido por la lluvia y el sol que alguien colocó en la cabecera y un pedazo de tela de la corona de flores sujeta con dos piedras. Aún se lee su nombre, Eléne Habiba Traoré, pero no parece que vaya a durar mucho.
La madre de Mohamed espera sentada sobre la acera, junto a una de las hileras de nichos del cementerio. Quizás le alivie saber que su hijo no recibirá sepultura en uno de ellos, sino en la tierra, como dispone su religión. Han cuidado de que así sea la Fundación Cruz Blanca, que la acogió en uno de sus centros, la comunidad musulmana y la Federación de Asociaciones Africanas de Canarias.
O probablemente no piensa en nada. Solo recuerda, con la cabeza hundida entre las manos frente al pequeño ataúd depositado sobre el suelo, al sol, a la espera de que los enterradores estén listos.
Es una niña quien trata de consolarla, quien le coge las manos y se las besa, arrodillada delante de ella. No tendrá ni ocho años. Es su hija, también viajaba en la misma barca. La pequeña lucha por contener las lágrimas y no se le escapa ni un gemido. Solo se oyen los lamentos de las siete adultas que comparten su duelo.
La ceremonia es sencilla, austera. Pero una de las mujeres no lo soporta, se desmaya. No es difícil imaginar por qué: si venía en la misma patera, puede que su hijo también fuera uno de 4.016.