Vidas truncadas bajo los escombros: Rubby Pérez, Octavio Dotel y los hermanos Pimentel, un mes después de la tragedia del Jet Set»
Santo Domingo, 8 de mayo. – A un mes del derrumbe del techo de la discoteca Jet Set, la República Dominicana continúa asimilando el impacto de una de las tragedias más devastadoras de su historia reciente.
La cifra oficial de víctimas fatales asciende a 235. Entre ellas, figuran nombres que marcaron la historia cultural y emocional del país, y otros, menos conocidos, que dejaron una huella imborrable en sus familias y comunidades.
Este reportaje recoge las memorias de cuatro víctimas cuyo legado sigue vivo: el legendario merenguero Rubby Pérez, el querido esposo y padre Octavio Dotel, y los hermanos Elizabeth y José Marino Pimentel, cuyo deseo de celebrar la vida acabó en una pesadilla colectiva.
Rubby Pérez: la voz que sobrevivió al olvido, pero no al colapso

Nacido en Haina el 8 de marzo de 1956, Roberto Antonio Pérez Herrera, conocido como Rubby Pérez, comenzó su vida soñando con el béisbol. Sin embargo, un accidente automovilístico a los 15 años cambió el rumbo de su existencia. El diagnóstico fue devastador: no volvería a correr ni a jugar pelota.
Desde una cama de hospital, Rubby vivió un intento de suicidio y luego una revelación: su voz era un don que debía compartir con el mundo.
De cantar para sus compañeros de sala pasó a integrar coros eclesiásticos y luego grupos musicales, hasta llegar a convertirse en una de las voces más poderosas del merengue. Fue parte de agrupaciones emblemáticas como Los Hijos del Rey y la orquesta de Wilfrido Vargas, con quien popularizó “Volveré”, el tema que, según él, marcó su verdadera entrada al estrellato.
Para Rubby, el merengue no era solo música, era patria. En múltiples entrevistas, expresó que el ADN dominicano estaba contenido en cada güira, en cada tambora. “La historia de este país está escrita en el merengue”, decía con convicción.
A sus 69 años, Rubby continuaba activo, participando recientemente en los Premios Soberano y manteniendo una conexión viva con su público. La noche del 8 de abril, cantaba en Jet Set como lo había hecho tantas veces. Fue su última presentación. Falleció haciendo lo que amaba: cantar.
Dejó siete hijos, entre ellos Zulinka Pérez, quien por 15 años fue parte de su orquesta y estuvo presente en el momento de su muerte. Días antes, Rubby había celebrado los 15 años de su hija menor, Ana Beatriz, un momento familiar que hoy adquiere un valor eterno.
Octavio Dotel: el eterno niño grande de su familia

Para Massiel Javier de Dotel, nada en el mundo ha sido más difícil que estos 30 días. Desde el colapso, su casa ya no suena igual. Falta la risa de Octavio Dotel, su esposo, su compañero, su cómplice de vida. “No estás listo para recibir la noticia de que no podrás ver a ese ser que tú amas”, expresó con la voz entrecortada.
Padre de tres hijos –de 15, 13 y 5 años–, Octavio era el centro emocional de su hogar. Su forma de ser, alegre y generosa, lo hacía un papá inigualable. “Era como el niño grande de la casa”, dice Massiel, quien ahora enfrenta la dura tarea de mantener en pie a su familia en medio del vacío.
El 8 de abril, Octavio asistió al Jet Set como parte de una noche de disfrute, sin saber que sería su última. Desde entonces, la familia Dotel-Javier se aferra a los recuerdos, a los gestos cotidianos que lo mantienen presente: elegir el café que le gustaba, ver una serie que solían ver juntos, nombrarlo en cada conversación.
Para los niños, el duelo ha sido un proceso difícil. Han recibido apoyo psicológico, pero el mayor consuelo ha sido mantener viva la memoria de su padre en cada acto. “Eso a papi le gustaba”, se repiten. Hablar de él es la forma que han encontrado para que nunca muera.
Octavio no era una figura pública. No subía a escenarios. Pero en el escenario íntimo de su hogar, era una estrella. La familia aún conserva una foto tomada en Navidad: los cinco, sonriendo, en paz. Hoy esa imagen es símbolo de lo que fue y de lo que aún habita entre ellos: un amor inquebrantable.
Elizabeth y José Pimentel: dos hermanos, una misma despedida

En la sala de una vivienda en Santo Domingo, María Pimentel observa en silencio dos retratos. Son sus hermanos: Elizabeth, de 39 años, y José Marino, de 36. Murieron juntos en la tragedia del Jet Set, una salida que celebraba el cumpleaños de Elizabeth, convertido ahora en una herida que no cierra.
Elizabeth era psicóloga industrial, empleada en la empresa Abel González, donde era muy querida. Fue con tres compañeros de trabajo, quienes también fallecieron esa noche. En su memoria, la empresa ha rendido múltiples homenajes.
José, por su parte, estaba a pocos pasos de graduarse de Derecho. Su meta era el 2026. Amaba la vida, los amigos, y soñaba con visitar a su amiga Violeta en Nueva Jersey. Ella también murió aquella noche.
El 1 de mayo habría sido su cumpleaños número 37. Sus amigos lo recordaron como él hubiese querido: música, comida, bebidas, y camisetas con su rostro, las mismas que se usaron en los nueve días del velorio. “Mi hermano era muy querido”, asegura María entre lágrimas.
La noche del derrumbe, Elizabeth y José compartían una mesa con otros amigos. Se reían, celebraban, soñaban. Hoy, sus ausencias se sienten en cada rincón del hogar. “Eran excelentes tíos, hermanos, compañeros”, dice María, aún sorprendida de tener que organizar un velorio doble. “Solo Dios puede dar la fuerza para algo así”.
Una tragedia que no cesa: duelo, memoria y exigencia de justicia
Las historias de Rubby Pérez, Octavio Dotel y los hermanos Pimentel son apenas una muestra del mosaico de vidas interrumpidas el 8 de abril. La discoteca Jet Set, símbolo de décadas de entretenimiento, se convirtió en una tumba colectiva cuando su techo colapsó en medio de una presentación.
La investigación del Ministerio Público continúa. Las ruinas del local fueron incautadas por la Procuraduría General, mientras técnicos especializados realizan peritajes estructurales para determinar las causas del colapso.
A nivel público, crece la exigencia de responsabilidades tanto al propietario del local como a las autoridades que debieron fiscalizar la seguridad del edificio, que no recibía inspecciones desde hacía más de 30 años.
Mientras tanto, el espacio se ha transformado en un memorial improvisado. Flores secas, fotos, velas, y mensajes llenan el lugar. La comunidad visita, reza, exige justicia. La tragedia no solo expuso negligencias, también mostró la profundidad del amor con que muchos vivieron y la fuerza con la que ahora son recordados.
Un mes después, la República Dominicana sigue de luto. Pero también sigue de pie, luchando para que las historias de Rubby, Octavio, Elizabeth, José y los más de 230 fallecidos, no sean en vano. La memoria, el dolor y la exigencia de verdad y justicia son hoy el canto que no cesa.
Elaborado con datos de Listín Diario