Warning: This is the ¡Dominican Republic!
José Luis Taveras
¡Welcome! Si usted arriba por el Aeropuerto Internacional de Punta Cana (PUJ) con destino a cualquier resort de la zona, lo que verá en la ruta no es justamente el paisaje de todo el país. Para saber a dónde llegó tendrá que salir de ese circuito, pero antes debe informarse. Claro, los hoteles harán lo necesario para que el consumo no tasado en el paquete all inclusive se quede también en sus arcas.
Si decide rentar un automóvil estará cometiendo la imprudencia más ingenua de su vida, a menos que le exciten las aventuras extremas. Solo como advertencia: la República Dominicana figura en los últimos diez años entre los primeros diez países del mundo en muertes por accidentes de tránsito, y ha ocupado dos veces la primera posición. Lo dramático es que eso inmuta a pocos y los gobiernos no se dan por concernidos. El drama, ya rutinario, pasa como dato cultural. Los gobiernos gastan entre ochocientos y mil millones de dólares en publicidad para promover cada año sus «exitosas» gestiones; sin embargo, a nadie se le ocurre montar una campaña educativa para mitigar las secuelas de una catástrofe que en otros países se declarara como emergencia nacional.
Si usted procura un tour no empaquetado en el itinerario, no crea que va a usar una red organizada de taxis. Lo primero es que los vehículos no están fichados con colores ni trazos distintivos; tampoco llevan un número de registro de los conductores ni taxímetros, como sería lo normal. Se trata de una prestación individual conectada, en el mejor de los casos, a una central privada de comunicación, o afiliada a plataformas digitales (UBER y otras). Aunque parezca inverosímil, el turismo es una las principales fuentes de ingreso (16 % del PIB y segundo en visitas en América Latina) y el país no tiene un sistema organizado ni seguro de taxis. La historia es tan larga como aburrida y relata una de las tantas quiebras por esa vieja colusión de políticos, gobiernos y carteles del transporte.
Cuando usted tome dirección hacia Santo Domingo o cualquier otro destino interior, se le irá revelando la verdadera cara de la República Dominicana. Al dejar las autovías y entrar a rutas locales deberá prepararse para vivir un trance de conmoción que le hará sudar, temblar y apretar el guía, a menos que haya vivido en Ho Chi Minh, Bangkok, Mumbai o Manila. Sucede que el tránsito es un circo acrobático liderado por los motociclistas (casi tres millones de unidades). Parecen insectos motorizados y circulan con fría impunidad. Violan por ocio, emoción o provocación las leyes del tránsito. Sus conductores son socialmente eximidos y, si por culpa de su temeridad sufren algún accidente, usted debe ocuparse de los gastos de la atención médica por obligación moral mientras se determina la responsabilidad civil. De cada diez fallecidos en accidentes cada año, de seis a siete son motociclistas.
En la cultura dominicana estos son seres venerados como en la India los elefantes, las vacas o los monos, pero por una razón distinta: mientras en el hinduismo son acogidos como reencarnaciones de dioses y se prohíbe su sacrificio (podría contener la energía de los antepasados), en la cultura dominicana a estos otros animales se les otorga toda dispensa vial por presumir que son pobres (… y padres de familia), condición temida por su sensibilidad política y por ser bandera del victimismo social.
Le sorprenderá cómo las principales autovías están atestadas de carteles publicitarios, cuando en los sistemas viarios de sus países solo se permiten letreros de información vial. Aquí, el propio Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones promueve cada kilómetro la publicidad comercial a través de vallas, esas que, además de abrumar la experiencia visual del paisaje natural, se convierten en foco de distracción en vías de rápida circulación. Tal saturación rompe toda racionalidad en periodos electorales; es una sádica manía por el caos ambiental, digna de atracción turística. Al dominicano promedio le da tedio el ambiente despejado.
Al entrar a los centros urbanos sentirá el estrés que sus residentes asumen como patrón de vida, fruto de una convivencia anárquica con el garabato urbano: letreros, cables aéreos, aceras tomadas por los negocios, embadurnamientos de paredes y que, junto a un tránsito ruidoso y brutal, convierte la vivencia en una locura, sobre todo cuando la temperatura roza los 40 grados C y suena un dembow con la intensidad acústica de los 120 decibeles. Los alcaldes «entienden» que la suciedad ambiental solo la aporta la basura (desechos sólidos), y los ciudadanos asimilan pacíficamente la contaminación visual como parte de la identidad urbana.
No se ilusione con un plácido promenade por las calles de cualquier ciudad. En su mayor tramo las aceras suelen estar ocupadas cuando no por negocios, por estructuras publicitarias, o son utilizadas como parqueo improvisado de vehículos. Eso de que el peatón es el «primer sujeto a proteger en la seguridad vial» y que «tiene derecho a acceder y disfrutar los espacios públicos» es poesía muerta. No se aferre a tal pretensión ni espere que le cedan al cruzar una vía sin control de semáforos. Si los hay, tampoco se entusiasme, el paso peatonal lo encontrará ocupado por motociclistas o vehículos.
Los capitalinos de clase media y alta viven la ilusión del progreso con el crecimiento vertical de la urbe, bautizada por el expresidente Leonel Fernández como Little New York. Esa fantasía pierde ganas cuando de sus torres los residentes tienen que descender al infernus y batirse cotidianamente con un sistema de convivencia tribal. En realidad, la comparación más justa debiera ser con Abuya (Nigeria) o Maputo (Mozambique), capitales que transitan por parecido trance de expansión/modernidad sobre la misma base de desorganización de vida.
A propósito, notará que el paisaje está marcado por los contrastes más violentos: en las carreteras es fácil tropezar con un Ferrari de último modelo que rebasa una furgoneta destartalada cargada de gente arrimada como piara de cerdos. Eso da cuenta de haber llegado a una de las sociedades más desiguales del hemisferio y de altísimas concentraciones, por eso en cualquier caserío o poblado verá unas casetas azules celeste con una inscripción en blanco: Loteka. Es una banca de apuesta. Tenemos 71,000 registradas y cerca de 100,000 en la «clandestinidad» que mueven cerca de ocho millones de dólares diarios y seis sorteos cada día operados por igual número de concesionarias. En la base social existe la convicción de que fuera de un golpe de suerte o ser político, en el país no hay manera de abandonar la pobreza, muy a pesar del crecimiento económico que lidera el país en América Latina.
En la República Dominicana entran en pugna dos relatos: el paisaje natural, uno de los más ricos y encantadores del mundo, y el paisaje cultural, ese que a pesar de la modernidad muestra signos sombríos de degradación. Esa inarmónica convivencia la convierte en una «oferta atípica». No obstante, su naturaleza es tan cautivante que, a pesar de las incorrecciones de convivencia, todas reversibles, le regala al país cerca de diez millones de visitantes cada año. Bastaría con reflexionar qué pasaría sin empezáramos a pensar y vivir como país civilizado, pero a pocos se les ocurre…
PD. Si este «warning» se publica en las redes es seguro que su autor sea acusado de traidor, resentido o hiperbólico, bajo invitaciones poco cordiales a vivir fuera del país. Tampoco se descartan comentarios que insinúen una agenda de intereses foráneos o pro… Otra estampa del paisaje cultural dominicano.
Diario Libre