20 años sin Balaguer
Carmen Imbert Brugal
20 años sin Balaguer. Algunos brindaron ese día, levantaron la copa de la frustración. Festejaban, sin saberlo, la vigencia política de un hombre que solo fue vencido por la muerte.
Esperaron el momento para celebrar la imposibilidad de derrotarlo con ideas, cuando la dignidad se había perdido. Fue el vacío, el despeñadero de las fantasías, de las consignas fundacionales de la impotencia. Ya era tarde para demostrar hidalguía después de exilio, cárcel, orfandad, viudez. Vivir con su amparo o no vivir.
Su desaparición fue un desafío tardío. Estaban sin razones aquellos que no trascendieron el anti para delimitar espacios políticos, desde antes del 1966. El “muñequito de papel” fue némesis. Gravitó en la vida pública resistiendo e imponiéndose, retando a los opositores hasta destruirlos o sumarlos.
Más respetado que odiado, menos temido que presentido. Dilema para varias generaciones, negándolo querían ser como él. Figura permanente en las alucinaciones del destierro, oscuro objeto del deseo de supuestos contrincantes que anhelaron siempre la mención o la invitación a entrar, aunque fuera de manera subrepticia, al cubículo que ocupaba en su residencia.
La paciencia labró su historia. Desde mozalbete, “el hijo del pulpero” resistió las consecuencias de los prejuicios sociales existentes en aquel Cibao con gente de primera y de tercera.
Sirvió a la tiranía de manera obsecuente. Reconoció el horror como ninguno y describió a cómplices y traidores. “Lo peor de aquella época consistió en la aceptación, por casi todos, de aquel cataclismo social como un hecho irremediable.” JB
En el discurso pronunciado el 1 de julio del año 1966, con motivo de la asunción al mando, advirtió la esencia de los doce años: “Si los partidos de oposición, inclusive los grupos de extrema izquierda y de extrema derecha, se lanzan a una labor desenfrenada y tratan de desarticular la vida del país y de quebrantar sus principios, la convivencia se hará imposible y el gobierno se verá empujado a actuar con drasticidad y hará frente a la actitud subversiva».
Y comenzó la saña y también la hazaña, la distinción pertinente entre políticos presos y presos políticos. Asumió, tal y como consigna en sus Memorias, que en “la irremediable deformidad moral de los hombres” estaba su éxito. Supo maltratar y destruir a quienes representaban peligro, para los demás: pitanza y carnada.
A pesar de la sangre y el acecho logró vergonzosas claudicaciones. Los decretos avalaban el deshonor y el encubrimiento. Inaudible el disparo en la esquina, ajeno al peregrinar de los desaparecidos. Convertido en oráculo jamás rindió cuentas por los cadáveres profanados, por esos sargentos ascendidos después de asesinar, por esos fiscales coparticipes del crimen.
Disfrutó la visita de sus detractores y perseguidos, el desfile, uno a uno como caballeros y todos juntos como malandrines. Postrados y reverentes, pedían favor y consejo.
Joaquín Balaguer Ricardo murió el 14 de julio 2002. Veinte años después, los adversarios enmudecen. Razones biológicas y éticas acallaron sus voces. La mayoría reconoce en secreto la grandeza del contradictor y quizás lamentan que sin Balaguer se quedaron sin excusas. No supieron labrar su propia historia.
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